Roc Laseca: "ya sabemos cómo morir en los museos, ahora nos toca aprender a vivir en ellos"

Por Jenny Gil Schmitz

A propósito del Día Internacional de los Museos, Jenny Gil Schmitz (Directora de Exposiciones de Faena Arts y anterior Directora Ejecutiva del CIMAM, Comité Internacional de Museos de Art Moderno y Contemporáneo, de la UNESCO) conversa con Roc Laseca, uno de los pensadores más innovadores y pertinentes de su generación en materia de museos y revolución institucional. 

Roc Laseca: "ya sabemos cómo morir en los museos, ahora nos toca aprender a vivir en ellos"

Roc Laseca es Doctor en Teoría del Arte y Prospectiva Cultural, formado en la Universidad Complutense de Madrid, la Universidad de La Laguna y la Universidad de Helsinki. Su último libro El Museo Imparable. Sobre Institucionalidad Genuina y Blanda (Ediciones Metales Pesados, 2015), convertido en un bestseller de la nueva museología, ha pasado a ser un texto de referencia para investigadores y directores de museos. En 2013, y a raíz de una profunda crisis institucional en Tenerife, fundó Los Encuentros Denkbilder, un laboratorio intensivo que imagina un futuro museal y que ha seguido dirigiendo semestralmente, de la mano de figuras tan destacadas como Chris Dercon, Director de la Tate Modern, Nicolás Bourriaud, Director de la École Nationale de Paris, o los artistas J. Kounellis, y Pablo Helguera, entre otros. Es desde ese mismo año además, responsable del Programa Internacional de Exposiciones de Saludarte Foundation, en Miami, donde ha comisionado los primeros proyectos en la ciudad a Carlos Garaicoa, Marcius Galan o Lydia Okumura, entre otros, y donde estableció el seminario internacional Latin Off Latin: Collecting Latin American Art Outside Latin America, en colaboración con los curadores regionales del Museo Guggenheim de Nueva York, El Museo del Barrio y el Museo de Arte Contemporáneo de Los Ángeles. Su exposición antológica de Bill Viola en MOCA North Miami recibió el New Times Best Museum Exhibit Award y le valió su primera nominación al Premio Nacional AICA de Estados Unidos por méritos curatoriales. Es además el editor en español de Joseph Kosuth, con quien ha trabajado durante el último año y medio para sacar a la luz su primera antología en nuestro idioma en una co-edición especial de Metales Pesados (Santiago de Chile) y La Casa Encendida (Madrid), compilando manifiestos y textos fundacionales del arte conceptual, en una revisión y extensión de su primer libro en inglés publicado por el MIT en 1991. En su reciente conferencia como invitado en la Cátedra Extraordinaria de Museología Crítica del British Council y la UNAM de México, defendió la necesidad de un museo parpadeante, como única opción posible para reimaginar un futuro público conjunto, y que retoma en esta conversación.

Jenny Gil Schmitz (JGS): Las crisis políticas y económicas están debilitando los presupuestos de los museos de arte europeos y estadounidenses y forzando a replantear su funcionamiento, su financiación y la relación con el sector de las empresas mientras en China se inauguran unos 200 nuevos museos cada año. ¿Crees que se está diluyendo la institución tradicional del museo? ¿Qué opinas del auge de los museos de colecciones privadas?

Roc Laseca (RL): Siempre he pensado que "museo" es una de esas palabras huecas, como "ideología", que llenamos cuando queremos usarla como ariete para defendernos, para proteger nuestra identidad. Pero "museo" también es sobretodo, uno de esos edificios huecos, como un hangar. Un espacio vacío que guarda cosas que nos sirven para ir a otros lugares, para conectar con otros tiempos y, en este caso, otras formas de imaginación social. En China, como mencionas, lo que crece no son los museos, sino el vacío museal que se está expandiendo por el aumento de edificios que padecen al mismo tiempo un déficit crónico de programas y contenidos. Ahora el país está lleno de hangares, cuando aún no se han parado a pensar las rutas de vuelo y los destinos a los que ir. Pero no hay que desplazarse hasta China para observar esto. En Occidente son muy contados los casos en los que un proyecto museal no se agota cuando se ha colocado el último ladrillo de su edificio. Los museos suelen colapsar la noche misma de su inauguración, como habiendo cumplido ya su tarea: construirse y permanecer ahí como ballenas varadas sobre la superficie de la corteza urbana.

En principio, que el museo esté en crisis (al menos en crisis económica) no debería suponer un sobresalto: lo que hemos entendido tradicionalmente por museo es un concepto institucional y una experiencia social que siempre se ha ido redefiniendo a partir de momentos históricos inestables. Nacieron como aparatos revolucionarios para reivindicar la solidez de las historias culturales de las naciones, cuando esas mismas naciones carecían aún de tradición institucional y democrática. De hecho, desde entonces, estas estructuras institucionales han estado demasiado expuestas a la política desinformada, son demasiado dependientes del apoyo del sistema. Y por lo tanto, también es cierto que hacen poco más que perpetuar un statu quo, tanto del aparato político como de los saberes y las experiencias que articulan. Tenemos que afectar estas estructuras desde otras experiencias no formales ("estrategias clandestinas" las llama Lippard), o cualquier otra forma de energía social que ni siquiera nos atrevemos aún a reconocerla como arte.

El problema de la clandestinidad es que ya pocas cosas escapan del big data. Por eso parece casi imposible imaginar una revolución, y muchos se han resignado a acoger la resistencia como modelo apto. Una resistencia inocua por otro lado, a menos que la llevemos a cabo en entornos poco codificados, menos accesibles por los algoritmos que nos gobiernan. Como el campo, por ejemplo. Hace algún tiempo que vengo señalando que la revolución que está por venir no será formal, ni tampoco urbana. El campo creo que provee una alternativa a considerar seriamente, nos obliga a pensar una nueva idea de experiencia, de tiempo vital, de sentido de éxito y de fracaso. Desvirtúa incluso lo que entendemos por espacio público, que tradicionalmente reivindicamos para el uso común, pero siempre en el marco del circuito urbano. Un Museo Rural, por lo tanto, parece que podría venir a redefinir ciertas problemáticas sociales y ritmos institucionales bajo una nueva idea de espacio privado y memoria pública. Un museo parpadeante y rural, que no tenga que estar siempre ahí, disponible, que conecte sólo intermitentemente con nuevas formas de mediación. Creo que puede ser lo más honesto para restituir una esfera pública que, como sabemos desde Kluge y Habermas, nunca es estable tampoco.

JGS: El espacio de restaurantes y cafeterías, las librerías, las tiendas de objetos de regalo, están creciendo en los museos y se está reduciendo el espacio dedicado propiamente a la exposición de arte. La redistribución del espacio del museo está relacionada con la creación de nuevas audiencias y el rol del museo en las ciudades ¿Crees que está cambiando la experiencia del público con el  arte?

RL: En principio habría que recordar que el museo no es una máquina de hacer exposiciones. Está aquí para construir nuevos imaginarios y tirar otros por tierra. Ha venido para echarle un pulso constante a la realidad. Por eso el museo esperamos que sea funcional y al mismo tiempo esperamos que no lo sea. Que cumpla un rol urbano como proveedor de servicios y que, simultáneamente, desoiga las inercias con las que solemos imaginar el mundo para replantear nuevas opciones colectivas. Que tenga aspecto de museo pero que también tenga aspecto de no museo, de otra cosa, de algo que nos pueda parecer un entorno social activo y participativo. Aquí la clave no está en la dimensión ontológica del museo (en averiguar si efectivamente lo es o no lo es), sino en su dimensión epidérmica. La clave está en saber si lo parece, si tiene apariencia de ello. Y en el juego de las apariencias hemos volcado todos nuestros esfuerzos curatoriales, cuando aún lo que está en jaque es la imaginación colectiva del nuevo orden social. En este línea, siempre he creído que el Museo se comporta como una pelota en el sentido de Michel Serres: es un casi-objeto. Su sentido y su naturaleza pasan por no poder asirse completamente por nadie. Su función radica en poder estar siempre de mano en mano: en no ser un objeto completo para nadie en particular, en ser un instrumento del nosotros, que funciona solo cuando se comparte. Y aún así, su forma de trabajar ha sido cooptada por las ingenierías del consenso y la participación neoliberal. Hoy ya no vamos al museo a interrogarnos, a averiguar quienes somos o quienes fuimos. Más bien se han encargo de que tan solo participemos en su campo de experiencias simuladas. Vamos a ser usados como cuerpos que tienen limitado su ámbito de acción, su nivel real de participación e interpelación con aquello que es abordado en el Museo. Para que funcione este consumo del Museo, debe presuponerse la rendición participativa del ciudadano.

Por eso es radical y urgente una nueva idea de experiencia. Más allá de lo que hasta ahora hemos entendido como público. Es necesario que el Museo del Futuro empiece a crecer en formas asimétricas. Como un espacio tentativo, diseñado con lineas de puntos (a la manera de Cedric Price) y no con lineas continuas. Huir de la caja solida, para convertir la permeabilidad y porosidad arrogadas por los intereses corporativos globales, en estrategias colectivas efectivas y afectivas con las que podamos reimaginar nuestra posición en el mundo.

A veces me preguntan cuál sería a mi entender ese Museo del Futuro. Y creo que cada vez tengo más claro que se parece bastante a uno construido por Andres Jaque, regurgitado por Chus Martínez, testado por Donna Haraway y posiblemente se encontraría en cualquier ciudad gobernada por Leoluca Orlando, que estaría seguro custodiada por el Ejército del Amor de Ingo Niermann y Dora García. Pensándalo bien, este museo ya existe allá donde queramos que esté: depende de un arquitecto que no construye, de una curadora que imagina, de una científico sin laboratorio, de un alcalde que desobedece lo normativo y de un ejército que solo abraza. 

Ese museo ya existe como una zona temporalmente autónoma. Como un espacio siempre posible. Y se trata de eso: de crear zonas temporalmente autónomas pero para promover experiencias genuinamente únicas. Formas de vida que solo se puedan dar en el museo, antagonismos aparentes, energías revolucionarias y estructuras contrarrevolucionarias, memorias instructivas y formas de olvido productivas, relatos contraintuitivos... Todo ello junto, a la vez, abriendo nuevos tiempos, y evitando sincronizarlos con las demandas de los sistemas de producción y consumo. Huir de esa sincronización absoluta que hoy día pretende alinear nuestras formas de experiencia con una continua escritura autobiográfica es lo que marcará el camino hacia la imaginación de lo que aún es posible, que se abre en tiempos asimétricos, complejos e inciertos. Creo que, en parte, ahí está hoy una de las primeras tareas del museo: en reivindicar su potencial político como espacio para las transferencias. El Museo se fortalece cuando se desempeña como zona de contacto, como lugar de transferencias. Transferencias de todo tipo: entre saberes institucionalizados y experimentales, entre cuerpos educados y bárbaros, entre flujos de conocimiento, entre memorias. 

Y esas transferencias constantes y necesarias hace que los museos no estén asentados sobre la superficie de las ciudades. Se encuentran más bien suspendidos en algún lugar entre la historia y la ficción. En ese espacio conviven con infinitud de experiencias, de relatos, de olvidos y de formas de memoria. No son el resultado de negociaciones múltiples, que derivan en la edificación y planificación de un determinado museo. Son la negociación misma, el nudo que traba relaciones con diferentes experiencias humanas y no humanas, que permite construir un espacio arquitectónico en lo trasnmaterial,  en lo que conecta objetos con ideas, formas con experiencias, tecnologías con sistemas afectivos, con entornos sociales, con memorias asociadas y disociadas que se encuentran. Son el acuerdo cosmopolítico, como la ficción es un acuerdo de cooperación. Un espacio para lo transitorio, contingente, híbrido. Uno de los pocos lugares que nos hemos dado para sustituir densidad por conectividad. Esas son las diferentes constituciones por las que vivimos, y el museo permite no dar por sentado la aglomeración de humanos, también debe trabajar en el agrupamiento de lo no humano, de lo animal, de lo vegetal, de todo lo vivo, y también de lo no vivo, de lo inerte, de lo mineral, lo transmatérico, lo fósil. Trabajar en esos espacios conjuntivos y de contacto.

JGS: Angela Merkel se dejó fotografiar contemplando un Monet en el Museum Barberini de Potsdam el 20 de enero 2017 mientras Donald Trump inauguraba su mandato en Washington. Su acto puede leerse como un desafío a la atención mediática que reposaba sobre Trump aquel día en el mundo entero. ¿El museo es el último refugio de la sociedad?

RL: Angela Merkel tuvo la oportunidad de poder experimentar algo por lo que otros se dejan la vida: tener un lugar al que huir cuando las cosas no van bien. Pero han sido sus políticas proteccionistas las que han dibujado una nueva redistribución del mundo que ha causado que unos 3 millones de personas se encuentren ahora mismo en estado de transición: la migración interrumpida ha convertido a la gente en seres liminales, hombres y mujeres a la espera de una suerte de ritual comunitario que les otorgue identidad y destino... Quedarse a medio camino, reconocer el in-betweennes como tu única patria, va a obligar a redefinir las condiciones de trabajo, las formas de progreso y desarrollo y, entre otras cosas, lo que hasta ahora hemos entendido como vida. Y aquí de nuevo no puedo ver al Museo sino como la única alternativa para reconfigurar nuevas ideas, y testar otras formas de experiencia. Los Museos son arquitecturas para la vida, pero no para cualquier forma de vida, lo son para sistemas de vida complejos, que se han modificado a lo largo de la historia con la propia función del Museo.

Lamentablemente, hoy no es inusual que la gente muera en el Museo (lo hemos visto en los asesinatos de Ankara o en los tiroteos del Museo Bardo de Túnez). El Museo ha jugado una cínica pasada: ha convertido sus comparaciones metafóricas como mausoleo, como templo para la muerte y las reliquias, en un programa curatorial explícito. Por desgracia, ya sabemos cómo morir en los museos, ahora nos toca aprender a vivir en ellos. Y para nuevas formas de vida, necesitamos nuevas formas de museos.

Para antes de 2050, las previsiones estiman que el planeta contará con mil millones de ultrapobres. Si esperamos que esa situación no desencadene una nueva forma de vida global, flujos masivos y desplazamientos inimaginables, si esperamos que con cerrar las puertas de nuestras casas será suficiente y que basta con reforzar nuestras fronteras para impedir el contacto con los bárbaros, es que no nos estamos preparando para lo que vendrá.

La dictadura de la abstracción social frente a las formas de vida concretas emergió bajo la etiqueta de modelos de gobernancia neoliberal. Y ahora a ese neoliberalismo le tocará lidiar con las consecuencias. Ya no podemos dar más por hecho la imposición de la vida abstracta sobre las experiencias individuales que redibujan constantemente el proyecto colectivo actual. La nueva noción de lo social ya no puede descansar sobre la hipótesis de un contrato, sino más bien sobre el experimento radical que performamos cada vez que nos preguntamos por lo que somos. Y sobretodo, por lo que somos conjuntamente. No sé si a eso lo llamaría "refugio", pero al menos debería ser un espacio para "acoger" nuestras nuevas preguntas. La sospecha sobre nuestro propio diseño grupal ha de desocultarse para dar paso a un flujo constante de experiencias que conduzca a un estrechamiento, cada vez mayor, entre nuestras formas de vida y nuestros modelos institucionales.

El problema es que nuestras instituciones democráticas no fueron diseñadas para tratar asuntos de interdependencia. No fueron pensadas para atender cuestiones de coexistencia o cohabitabilidad. Y aquí sí que creo que el Museo puede desempeñar un papel crítico como institución que se encuentra en mitad de todas las cosas: entre el Estado y las multitudes, entre la creatividad y el mercado, entre los fenómenos y los discursos...para abordar una nueva idea de memoria que nos permita ensayar nuevas opciones públicas y desinformar ciertas estructuras institucionales dadas, ligadas a lo humano y lo vital.

Si tradicionalmente el Museo se ocupa de la memoria, y la memoria es aquello que nos sobrevive, entonces el Museo se ocupa de algo que no es estrictamente humano. De un tiempo y un relato que nos sobrepasa, y de una narración que es mayor que la suma de las historias que nos contamos. Creo que hay algo de magnificente y sobreescalado en todo ello, o al menos, en el modo en el que hemos entendido la memoria hasta ahora. Esta dimensión desbordante, y aparentemente inasible, debe recoger la función del Museo del s. XXI....Hasta ahora el museo ha tratado sobre lo que somos, articulando historias y experiencias colectivas que han dado forma a vidas dispares. Pero creo que al Museo ya no le queda más futuro si no es el de tratar lo que no somos, poner a trabajar la imaginación de lo posible y de lo imposible, testar nuevas opciones públicas y fabricar futuros conjuntos.