PABLO SIQUIER

El Abrigo de la Luz y la Profundidad de la Sombra

Por Verlichak, Victoria
PABLO SIQUIER

Lápiz, regla y escuadra fueron los elementos con los que Pablo Siquier comenzó hace casi más de 20 años a construir una obra que se encuentra en una clase en sí­ misma. Con el tiempo, y a medida que sus geometrí­as se fueron haciendo más complejas, un programa especial en su computadora lo asiste en las creación de los bocetos de sus trabajos que, en su reciente y consagratoria muestra antológica en el Museo Reina Sofí­a de Madrid, incluso llegan a proporciones impensadas; una fantástica pieza sobre pared alcanzó a medir 5 metros de alto por 54 metros lineales de ancho.
Primero utilizaba varios tonos de pintura acrí­lica sobre tela. Luego necesitó otros materiales -como el poliestireno expandido, el vinilo, la carbonilla- y distintos soportes -lienzo, maderas, paredes- para expresar una sensibilidad que parece nutrirse de la arquitectura y del mobiliario callejero que surgen de la ciudad, cuya imagen el artista parece recrear en mosaicos casi perfectos, pero al mismo tiempo algo disparatados. Es el propio Siquier quien alude al estrecho ví­nculo de su obra con la ciudad. ¿Con cuál? ¿Con una ciudad ideal y una arquitectura irreal? ¿Con Buenos Aires avistada a la distancia y desde el aire? Sólo así­ es posible verla tan prolija y tan armónica, donde no se observan las incrustaciones de fealdad que la degradación económica trajo consigo.
Cuando comenzó a exhibir su pintura a mediados de los años ochenta, Siquier trabajaba con la repetición y con geometrí­as imperfectas, en contraste con la mayoritaria y más popular pintura vociferante y gestual en uso. Fue uno de los pocos artistas que prefiguró las vertientes de la neoabstracción que se darí­an a conocer en los noventa.
Inútil es buscar en la obra de Siquier algún tipo de filiación con el movimiento de artistas concretos de los años cuarenta en la Argentina. La temprana obra de Siquier no ostentaba una voluntad crí­tica deliberada, como tampoco su pintura y objetos más emparentados con la ornamentación arquitectónica de principios de los años noventa. Pero los trabajos de los artistas concretos tení­an un componente utópico, se sustentaban en "valores y creencias con implicancias sociales y polí­ticas". Tal como lo refirió Tomás Maldonado a su paso por Buenos Aires en 2003, a propósito de la muestra Arte abstracto argentino en Fundación Proa: "Tení­amos una idea romántica, pero también una preocupación social. Creí­amos en el fin de la representación y pensábamos que con tres lí­neas sutiles sobre un plano homogéneo í­bamos a poner en problemas al capitalismo. Claro, fue un error".
Cuando Siquier presentó su notable instalación de 1995 en galerí­a Ruth Benzacar, con cinco pinturas, cinco objetos luminosos y un gigantesco relieve blanco compuesto por frisos apilados que ocupaban integralmente una de las paredes, hací­a rato que era evidente que Siquier era un constructor de atmósferas y de sensaciones más cercanas a la libertad que al rigor matemático. A causa de la protagónica iluminación, la enorme moldura podí­a verse como un espejo de las pinturas, como el fragmento de un edificio o como el muro de alguna arquitectura milenaria. "Me alimento de arquitectura y a nada le pongo tí­tulo" decí­a. (Sus obras se hallan numeradas; los primeros dos dí­gitos anuncian el año en que fueron realizadas).
El abrigo de la luz y la profundidad de la sombra; blanco y negro para los trabajos posteriores en donde hay perceptibles cambios. A partir de 2003, Siquier introduce otra variante en sus recursos expresivos. Con el calor del trazo y la frialdad del cálculo, le cambia la temperatura a la rara perfección y alta precisión de su obra. Con carbonilla dibuja lí­neas y más lí­neas -nacidas de impecables bocetos proyectados sobre la pared- sobre la rugosa superficie del muro. Dependiendo del ojo del que mira, las imágenes remedan una laberí­ntica estructura tenaz pero inconsistente, fuerte pero de apariencia frágil; también representan una mí­tica o fantasmagórica ciudad.
La literatura que rodea la obra de Siquier habla, por supuesto, de Borges y de la lí­nea del horizonte, de la arquitectura y de la inmensa ciudad de Buenos Aires. Pero, serí­a reduccionista pensar el complejo trabajo del artista solamente en esos términos. A propósito del trabajo de Siquier, podrí­a pensarse en las "ciudades invisibles" de Italo Calvino, en las ciudades celestiales de la fantasí­a o en el espacio urbano de la infancia del artista, que ahora parece resucitarlo en diagramas perfectos antes que en su real y embrollada urdimbre.
Magia e incertidumbre y en esas tramas sin ningún propósito funcional, deshabitadas pero con cierta grandiosidad y con equilibrios que desafí­an la ley de gravedad. Los perdurables interrogantes en torno a las obras de Siquier incluso invitan a imaginar en algunas de ellas la fascinante imagen de los circuitos cerebrales de una mente brillante.

Pablo Siquier (Buenos Aires, 1961) comenzó a exponer en forma individual en 1991 y colectivamente desde 1987. Forma parte del Grupo de la X junto con Antoniadis, Ballesteros, Causa, Figueroa, Gallardo, Jezik, Macchi, Nistor, Paparella, Pels y Racciatti, artistas reunidos a instancias del escultor Enio Iommi en 1987; a partir de entonces su obra es manejada por la galerí­a Ruth Benzacar.
Exhibió sus trabajos en el Museo Nacional de Bellas Artes de la Argentina y en el exterior. Fue el representante oficial de la Argentina en la 26º Bienal Internacional de San Pablo (2004).