JOSÉ GABRIEL FERNÁNDEZ

La figurabilidad de lo neutro

Por Pérez-Oramas, Luis
JOSÉ GABRIEL FERNÁNDEZ

En algún momento conmovedor de su obra El sexo y el espanto, el gran escritor Pascal Quignard cita una voz antigua en la que se afirma que la vida humana se reducirí­a a nada más que una obstinada deambulación entre "alimentos, sueños, espasmos". La cita tiene su interés, además de su belleza, porque proviene de un tiempo en el que los antiguos dioses ya no eran; en el que sólo quedaban sus templos desahuciados y no habí­a sido aún la voz del que clama en el desierto de la cruz. Sometido, pues, lo humano a tal ingrimidad teológica, a tanta soledad metafí­sica, la vida toda descubre sus confines verdaderos en alimentos terrenales o ilusorios, en el estupor de la dormición o en el espejismo de los sueños, en los espasmos de placer ya sin lenguaje o en los dolores y calambres de la muerte.
Entre los altos pensamientos y la crudeza de los frutos o las carnes, entre los escalofrí­os mí­sticos y los jadeos corporales, entre el ensayo de muerte que experimentamos cada vez que nos entregamos al estupor del sueño o somos perturbados por las imágenes vivas de nuestra vigilia oní­rica, respira, entonces, una identidad fundamental. Pudiese ella resumirse como sigue: no hay humanidad que no absorba su savia en venas animales; ni hay trascendencia que no sea, en su logaritmo genésico, animal.
Puede resultar extraña esta introducción para tratar la obra blanca, callada, abstracta de José Gabriel Fernández. Pero yo he comprendido cuál es el tema de estas formas que se inmiscuyen, sigilosas, como cuerpos neutros, en el fragor imaginable que separa al hombre del animal, al tiempo del espacio, al movimiento de la quietud. Basta para ello ver el rastro púrpura de una chicuelina alegre junto a la curva impecable y monacal de una escultura de Fernández que lleva el nombre de ese pase taurino.
El tema de José Gabriel Fernández, que ninguna de sus obras en realidad enuncia o ilustra, porque están hechas todas ellas de elocuentes perfiles silentes, donde todo es lacónica sugerencia, parece ser, precisamente, el de la diferencia. En otro tiempo, sus instalaciones y esculturas parecieron enfocar con precisión el asunto de la diferenciación sexual -también, entonces, centrado en tauromaquias- así­ como el problema del diferimiento estético. El recurso a un dispositivo de "visor" en algunas de estas piezas indicaba ya la vinculación de su investigación con el legado de Marcel Duchamp, a través, quizás, de una referencia al célebre Étant Données y, más claramente, el interés del artista por duplicar el tema de la diferencia sexual -homoerotismo e identificación de imágenes de muerte con imágenes de éxtasis- con el de una indagación sobre la diferencia espectadora, es decir sobre el intervalo -acaso abismal- que separa toda obra, siempre más o menos inerte, de todo cuerpo de espectador, siempre más o menos dinámico.
Hacia 1999, José Gabriel Fernández habí­a producido una serie de piezas basadas en formas y patrones utilizados para fabricar los hábitos vestimentales de la tauromaquia. Los patrones para el traje de luces, que ostentaban un involuntario y sorprendente parecido con los "moldes malic" de la Mariée de Duchamp, y sobre todo el patrón de la Capa de Brega, han servido desde entonces a Fernández para asentar las formas -las matrices formales- de sus más recientes esculturas. El resultado se traduce en obras cuya apariencia no denota en nada su procedencia taurina: no hay rastro allí­ de doradas luces ni de sangre, no hay polvo ni arena, ni música, ni bestiales ruidos. Al contrario, estas esculturas son higiénicamente modernas, y en lugar de recipientes vestimentales del sudor de la brega y el combate, un espectador advertido verá en ellas la resonancia lejana, voluntariamente distanciada, pero extrañamente similar, de formas constructivas, de perfiles distintivos de la modernidad clásica: Tatlin, Pevsner, Arp, Rodchenko, entre otros.
Habrí­a que preguntarse, entonces, cómo ha logrado revisitar la modernidad José Gabriel Fernández desde presupuestos tan extraños. Hay en ello una suerte de ironí­a tras la cual se oculta, también, un enigma enunciativo: estas esculturas de apariencia rigurosamente moderna han sido producidas gracias a variaciones formales cuyo origen y función parecen antitéticas con relación a lo moderno. Ultimadamente, muy a pesar de su apariencia, no son modernas: hay en ellas algo que excede o que falta, un abultamiento de la escala o una materialidad ajena, una referencia voluntaria a estructuras funcionales o una involuntaria disfuncionalidad de las formas que las hace apenas, o no ya suficientemente, modernas. En pocas palabras: pareciera imposible, a pesar de su ostentatoria presencia, encontrarles identidad precisa.
Creo que José Gabriel Fernández está interesado en este problema de una identidad indeterminada para sus formas. Creo, para decirlo abruptamente, que el tema de su obra es, precisamente, lo neutro. Y no deja de ser admirable e instigador que esta neutralidad de la obra resulte el fruto de formas nada neutrales en su origen: instrumentos para el hombre enfrentar la animalidad que lo embiste, o como en la Capa de Brega, armas para defenderse ante el riesgo absoluto del furor con un birlibirloque de quietud.
El problema de la diferencia sexual, que interesó más explí­citamente a Fernández en el pasado, encuentra en estas obras recientes una desembocadura más universal: al construir estos blancos perfiles abultados a partir del patrón de la Capa de Brega, Fernández parece estar haciendo objetos neutros cuyo lugar teórico no es otro que el inasible intervalo que separa a lo humano de lo animal. Entiéndase: no sólo a lo humano del torero, quien sosteniendo la capa desde el prodigio de sus muñecas se enfrenta con la imagen especular del toro, sino, más generalmente, a lo humano del hombre con relación a lo animal humano.
Me gusta ver en estas obras, pues, las formas de una alegorí­a muda de este asunto que sólo puede figurarse, si acaso es esa la palabra que conviene, a través de figuras de lo neutro. Son estas formas, pues, ensayos sobre la figurabilidad de lo neutro y en ese sentido resultan supremamente significativas e importantes dentro del marco del arte venezolano de nuestros dí­as. Verónica, Serpentina, Chicuelina; Revolera, Molinete, Farol son esculturas de carácter constructivo que ostentan un enorme poder sintético, cuya lisa textura blanca parece sugerir un lenguaje abrevado o desasido, basadas en la variación innumerable de una sola forma y denominadas con apelativos que denotan pases taurinos, es decir, ultimadamente, con los nombres que identifican los movimientos de una danza con la muerte.
La clave de su neutralidad me parece residir, precisamente, en esta colisión entre el dinamismo del movimiento sonoro que sus nombres denotan y la quietud lacónica, muda, que sus formas ostentan. Se declina en ellas un tema básico de nuestra modernidad: el incesante combate del tiempo que pasa y del espacio que queda; la agoní­a entre el movimiento y la estásis; entre las artes que se diluyen en una experiencia sincrónica y las artes que resisten, obstinantes, en la ilusión metatemporal de la presencia.
Son, pues, alegorí­as de lo moderno y, hasta quizás, silenciosos epitafios escultóricos de la modernidad. Lo importante, a mi juicio, es que estas obras no caen jamás en la tentación de referirse a la descapitalización social de lo moderno como proyecto colectivo clausurado: no forman parte del repertorio de la mercadotecnia estética que hoy, en Venezuela y América Latina, no cesa de jugar con la moneda de la ruina moderna. Al contrario, precisamente donde reside el capital intuitivo de estas esculturas es en el hecho de sobreponerse en ellas el problema plástico de lo moderno como ecuación imposible entre tiempo y espacio -alrededor del cual la modernidad no ha dejado de orbitar desde Lessing- con el asunto existencial y la agoní­a que las cifras de la tauromaquia o el cante jondo (también fuente para sus tí­tulos) nos dejan entrever, y sobre el que reside, en verdad, la clave de lo humano como figura hipotética de la naturaleza animal.
Al ocupar con sus formas lacónicas este intervalo exacto en el que se hace visible la diferencia entre lo humano y lo animal, que no puede sino ser un lugar puramente teórico, un lugar neutro, las esculturas de Fernández, sin recurrir a suplementos simbólicos, manteniendo la brevedad abstracta de sus perfiles, alcanzan entonces a poseer una inesperada potencia alegórica. Se entiende entonces que haya llegado Fernández a revisitar a lo moderno enfocando uno de sus aspectos esenciales e inconclusos y que, ultimadamente, adquiera su obra reciente la forma de un diálogo voluntario con las matrices creadas por Alejandro Otero en sus series de Coloritmos y Tablones. Me atreverí­a yo a decir que no podemos ver hoy las obras de Otero, al menos éstas en donde el artista venezolano alcanzó a declinar su propia versión del algoritmo moderno entre tiempo y espacio, sin referirnos a los Tablones de Fernández. Y ello porque, al final de un recorrido que adquiere la forma de nuestra elipsis moderna, las obras de José Gabriel Fernández vienen a deconstruir, a través de su laberí­ntica y sugestiva superposición de sedimentos espaciales, aquella "inmovilidad hecha de inquietud" -para decirlo con las palabras de Bergamí­n en su tauromaquia- que respiraba, hermética, en la altura heroica y seminal de nuestras mejores obras modernas.

*Venezolano, escritor e historiador de arte. Curador adjunto en el Museo de Arte Moderno, Nueva York.

Artista venezolano. Egresado del Middlesex Polytechnic, Londres (1978-82), realiza estudios en The Slade School of Fine Arts, Londres (1986-1988) y continúa su formación en el Whitney Museum of American Art Independent Study Program, Nueva York (1988-1989). Principales muestras individuales: José Gabriel Fernández, Artists Space, Nueva York, 1991; A Brief Illustrated Guide to Bullfighting, Lombard-Freid Gallery, Nueva York, 1998; Memento Mori, Museo Alejandro Otero, Caracas, 1999; José Gabriel Fernández, Sicardi Gallery, Houston, 2003. Exposiciones colectivas: CCS-10/Arte venezolano actual, Galerí­a de Arte Nacional, Caracas, 1993; Sin Fronteras/Arte Latinoamericano Actual, Museo Alejandro Otero, 1996; Amnesia, Christopher Grimes Gallery, Santa Mónica, 1998; Studio 1999, PS1/MoMA, Nueva York; Paralelos, Museu de Arte Moderna, Sao Paulo y Rí­o de Janeiro, 2002; Diálogos: Arte Latinoamericano desde la Colección Cisneros, Museo de Arte Moderno de Bogotá, 2004; Jump Cuts: Venezuelan Contemporary Art. Colección Mercantil, Americas Society, Nueva York, 2005. Desde 1988, vive y trabaja en Nueva York.