Carmelo Niño

La ironía y la fiesta

Por Consalvi, Simón
Carmelo Niño
  En la historia de las artes plásticas venezolanas de las últimas décadas, el pintor Carmelo Niño tiene conquistado un lugar preferente. Así­ lo han reconocido los crí­ticos y los expertos en arte. Carmelo se formó, primero, en Maracaibo, y desde las tierras zulianas se vino a Caracas. Pero tuvo la inteligencia de situarse cerca y lejos, al mismo tiempo, porque escogió un lugar propicio para la soledad, una de las montañas que circundan la ciudad, protegida por cortinas de niebla que le permiten aislarse, resguardar su mundo, y no pensar en otra cosa que en la pintura.
De los personajes oscuros de sus primeros tiempos, cuando predomina el negro o sus colores conexos, la pintura de Carmelo Niño fue derivando a los verdes, a los ocres, como si reconociera la influencia de las colinas que lo rodean y constituyen su hábitat. No es difí­cil percibir los cambios entre el estilo de aquella pintura y la que ahora domina su quehacer. Quizás no haya registrado una variación en su concepción de la vida y de sus avatares, pero sí­ en sus métodos expresivos. Aquella etapa registró personajes cuyos gestos expresaban la inconformidad o la insurgencia, una insurgencia personal e í­ntima, que el pintor trasmití­a como su manera de expresión. No la rebelión del hombre contra el hombre, sino la rebelión por el hombre.
Con todo, las variaciones en el color no han despojado el arte de Carmelo Niño de sus caracterí­sticas predominantes. No se trata de que ahora su pintura exprese una visión menos dramática, o que el pintor haya adoptado una visión más plácida. Hay poesí­a en la pintura de Niño, en sus personajes y en sus paisajes con nubes, poesí­a para contemplar o para leer tras sus claves. Pretender descifrarlas equivaldrí­a a un doble despojo: al cuadro en sí­, y a quien lo mira.
Los personajes del pintor son persistentes, y también los signos (o sí­mbolos) que los rodean. Están poblados de metáforas. Tienen su propia historia, y van más allá de la anécdota: el paraguas incesante, los grandes sombreros multiformes, el perro, los senos de las madonas que rompen su cárcel de tela para mostrarse desnudos; la vestimenta antigua (y arbitraria), paisajes que tienen poco o nada que ver con la realidad, los caballos de juguete, el pájaro enjaulado, cuadros dentro de los cuadros, arlequines y magos, figuras que levitan, árboles fantasmagóricos. En suma, un universo surrealista: la ironí­a y la fiesta, la fiesta como comedia, y la figura como delirio de la imaginación.
No se trata, obviamente, de buscar significados en el arte de Carmelo Niño. El sentido de la pintura va más allá de las palabras, porque tiene su propio lenguaje, y escapa, en sí­, a las interpretaciones, no pocas veces subjetivas. El crí­tico o el glosista tiene un papel indudable, siempre y cuando no trate de interferir entre el cuadro y el espectador, ni de suplantar a quien mira o ve, porque quien se acerca al cuadro tiene sus propios ojos, su propia sensibilidad, y su manera intransferible de descifrar.
A través del tiempo, Carmelo Niño ha tenido una caracterí­stica esencial entre quienes asumen la tarea de pintar: la fidelidad a sí­ mismo, vale decir, a lo que piensa que es el arte, y cuál es el papel, en última instancia, del artista en la sociedad. Tiene, además, otra vertiente: Carmelo no hace concesiones, está seguro de lo que hace, y contra viento y marea avanza dí­a tras dí­a, con rigor religioso. Tiene un estilo personal, eminente y exclusivamente suyo: el estilo lo define y, sin duda, lo consagra como uno de nuestros mejores pintores.