Jorge Méndez Blake

OMR Ciudad de México

Por Luisa Reyes Retana | septiembre 20, 2012

“Ceboruco” narra una historia −urdida por el propio Méndez Blake− que tiene su origen en la conexión del espacio imaginario de dos volcanes: el Popocatépetl de la trama de Bajo el volcán, del inglés Malcom Lowry y Ceboruco, aquél único y último volcán activo en la zona noreste del eje volcánico de la Sierra Madre Occidental, ubicado en el estado mexicano de Nayarit, cuyas erupciones en los últimos tres mil años han creado un interesante paisaje de roca volcánica.

Jorge Méndez Blake

Las dos situaciones volcánicas difieren, −no solamente por no tratarse del mismo volcán, sino porque una de ellas (la periférica o implícita, la de Lowry), atiende a los mecanismos de la ficción literaria, una ficción especialmente cargada de simbolismos; mientras que la otra (la señalada gráficamente por el artista en la obra), trata de la atribución ficticia, de un modo de origen arqueológico, hecha por el artista a una pequeña y modesta edificación pintada de azul y rojo, hallada al pie del volcán o, si se prefiere, bajo el volcán . Estas mismas dos circunstancias convergen en la obra (pintura, dibujo y escultura), en la que Méndez Blake insinúa que la edificación encontrada en las faldas del Ceboruco puede tratarse de indicios de una civilización enterrada bajo las cenizas del volcán.

Nada –salvo la interpretación del artista− indica que así sea. El “vestigio” en el que basa su hipótesis no tiene la monumentalidad de un sitio arqueológico, ni posee cualidades especiales que ameriten su conservación o siquiera su estudio; sin embargo, el artista decide revertir esta situación para proponer –y casi demostrar− que la historia es el resultado del propósito de quien la registra.

En Ceboruco , un edificio sin función aparente cobra cualidades de ruina y su historia, o por lo menos una documentación de su existencia, existe por voluntad del artista.

En los asombrosos dibujos de Méndez Blake, unas rocas volcánicas parecidas entre sí, aparecen suspendidas en el espacio como un misterio para la ciencia o como fenómenos extraordinarios de la naturaleza, dignos de la más estricta apreciación. En total soledad, cada piedra con todos sus detalles flota en una superficie negra –una hoja de papel− que hace pensar lo mismo en un meteorito que en un posible talismán, en un ídolo que en una roca volcánica. Los dibujos invitan a la interpretación. Lo mismo sucede con el edificio Ruina. Las representaciones lo proyectan en perspectivas que sugieren una propuesta arquitectónica ambiciosa y arriesgada, a pesar de no serlo en la realidad, y exaltan sus ángulos y sus colores, proponiendo que poseen alguna relevancia. Los colores azul y rojo del edificio son usados en un tablero enorme colocado en el piso de la galería, por ninguna otra razón que su glorificación.

Mediante atribuciones a Ceboruco concedidas a través de imágenes prestadas de Lowry y de su propia imaginación, Méndez Blake articula una fantasía historicista, en la que los hombres y las ruinas somos, sobre todo, la interpretación a la que estamos sujetos.