El Eje de SITAC IX en Ciudad de México: Teoría y Práctica de la Catástrofe

Por Eduardo Abaroa

El arte lucha contra el caos, pero lo hace con el fin de traducirlo en algo sensible,

incluso a través del personaje más primoroso o el paisaje más encantador

Gilles Deleuze y Félix Guattari

Ahí tenemos nuestra catástrofe. En una bolsa. Una vez más y me voy.

Línea del personaje del director en la obra Catastrophe (1982)

de Samuel Beckett

SITAC IX en Ciudad de México:  Teoría y práctica de la catástrofe

Una catástrofe implica a grandes rasgos un cambio, una crisis o un desastre a

partir del cual ya nada será igual, un evento de la mayor trascendencia para la

vida o el sistema al que se refiere, ya que significa su transformación inevitable e

irreversible. A partir de esa definición simple, surge una gran variedad de

connotaciones que nos permiten abordar en conjunto ámbitos justificadamente

separados. Buscamos una pluralidad de enfoques y temáticas, un efecto de

dispersión.

En este simposio invitaremos a filósofos, artistas, curadores y escritores a discutir

las posibilidades de un vocablo antiguo y elusivo, que en su historia desde

Aristóteles denota un elemento dramático o trágico, es decir, teatral. Lo

catastrófico es en primer lugar imaginario. Los desastres proliferaban en el

pensamiento mítico de muchas culturas. No ha menguado hasta hoy la potencia

simbólica de epidemias, diluvios, plagas y otras desgracias colectivas más

arrasadoras que la muerte misma. Por más empiricista que parezca nuestra

época, hemos constatado el poder de las narrativas apocalípticas en el

surgimiento de nuevas variantes religiosas, en su gran valor para la industria del

entretenimiento y por último en su efectividad como herramienta de control

ideológico y político. Las catástrofes imaginarias pueden llegar a ser tan terribles

como las reales. Muchas de ellas son la expresión de un miedo intenso ante

cualquier cambio relevante del estado de las cosas. Al inicio de este milenio

conocemos varias versiones del juicio final que sirven como coartada para ocultar

calamidades tangibles causadas por la inercia generalizada.

Si los terremotos, las epidemias y las sequías como eventos impersonales del

devenir del mundo son una parte inseparable de la experiencia humana, los

infortunios que unos grupos humanos han inflingido a otros definen la evolución de

las civilizaciones. En el mundo actual no sólo es posible hablar con horror de

conflagraciones bélicas a gran escala sino también de inmensas fallas económicas

que afectan la vida de decenas de millones de personas. En nuestros días las

catástrofes naturales y las provocadas por el hombre parecen confluir en la

destrucción masiva de los ecosistemas. Hay cada vez más ejemplos de cómo la

dominación económica y política en los sistemas de producción globalizados

conllevan muy frecuentemente una afectación drástica, perniciosa y definitiva de

las poblaciones y también del medio ambiente.

Hoy podemos constatar que se ha desarrollado una consciencia mucho mayor del

daño que la actividad humana ha causado a su propio entorno. La destrucción

tiene como evidencias las inundaciones e incendios forestales por el desastre

climático, las fugas de petróleo sin control, la sobreexplotación de los recursos de

todo tipo o la desaparición de las especies vivas a una escala que no tiene

comparación con la de otras eras. Es incontrovertible el papel que han jugado en

esta debacle las tecnologías desarrolladas desde hace apenas unos cuantos

siglos. Pero queda por definir si el desarrollo tecno-científico es una opción, si no

para detener, al menos para dar una dirección nueva a la transformación del

planeta.

Tenemos a nuestro favor que la ciencia actual conoce cada vez mejor los

fenómenos extremos. El avance en su estudio ha sido vertiginoso desde la Teoría

de la Catástrofe del matemático René Thom, pasando por las ideas de Ilya

Prigogyne y hasta la relativamente reciente Teoría del Caos. El énfasis de la

ciencias en la estabilidad y la regularidad ha cedido paso al estudio de la

turbulencia, las bifurcaciones y los puntos de quiebre, revelando una complejidad

antes inimaginable. Hoy entendemos a los seres vivos como enormes compendios

de catástrofes a pequeña escala. La ciencia no oculta su asombro ante los

tsunamis, la autoorganización de las moléculas de agua o la transformación los

saltamontes comunes en una plaga de langostas. Enfrentamos incluso la

posibilidad de que la aceleración del conocimiento humano esté llevando a la

naturaleza y a la humanidad a fases totalmente distintas y desconocidas.

Las dinámicas que las ciencias han develado recientemente ha tenido su efecto

intoxicante también en la cultura. El arte mismo es una forma indisociable del

desastre o el momento crítico. Las obras de arte, como describieron alguna vez

Deleuze y Guattari son expresiones de un chaosmos, un orden armónico que sin

embargo implica una mirada hacia el abismo. Los artistas buscan precisamente

aquellos resquicios en donde las explicaciones se derrumban y pierden su sentido

habitual, hacen visible la plenitud terrible de la vida a través de varias

destrucciones. El arte no es únicamente una contemplación pasiva de la

existencia, o una simple denuncia, por importante que ésta sea. Puede también

desafiarnos a confrontar las áreas más oscuras de nuestra psique, y quizá ayude

a entender mejor a nuestros semejantes y a nosotros mismos en medio de

situaciones de peligro o de zozobra. Nuestra intención más importante es partir del

asombro y la fascinación sublime hacia una mayor capacidad crítica con respecto

a la época que nos tocó vivir. Como propuso Susan Sontag, debemos permitir que

las imágenes atroces nos persigan.