Betsabée Romero

Antiguo Colegio de San Ildefonso, Mexico

Por Adriana Herrera Tellez | abril 05, 2010

La retrospectiva itinerante de Betsabée Romero, curada por Julián Zugazagoitia, es una muestra impecable en términos del equilibrio entre el desafiante barroquismo de esta artista mexicana que se apropia de los rituales de la estética popular o combina los rastros de la iconografía prehispánica con formas participativas de ironía social; y una “puesta en escena” que no teme al vacío del espacio. El rastro ornamentado de las llantas que Romero usa como matrices de grabados sobre arena, azúcar, tela o papel se extiende ahora en el suelo del antiguo museo y guía al espectador en su recorrido.

Piel de Azúcar, 2004. 4 carved used tires and their imprint on sugar. 4 llantas montacargas usadas y grabadas sobre azúcar. Courtesy of the artist/Cortesía de la artista.

El acierto de haber dispuesto las imágenes de la decisiva instala- ción del Ayate Car (1997) en el comienzo de la exhibición, no sólo está en el impacto visual y conceptual del Ford Victoria que encontró en el D.F. y “halló su lugar”, según Romero, en la colo- nia Libertad de Tijuana, “la más antigua en resistencias culturales”, donde lo rellenó de rosas secas y lo pintó con flores similares a las que adornan el manto de la Virgen de Guadalupe; sino en la importancia que ese trabajo colectivo tuvo en el curso de su obra. Esa fue la primera vez que una comunidad colaboró en la rea- lización de una pieza suya y esa convivencia transformó su práctica artística, incorporando un tipo de participación que devuelve a la obra la función de una catarsis colectiva que, tal como en la noción del carnaval según Bajktin, permite impug- nar anónima e impunemente los excesos del poder. Algo que Romero realiza con un humor que potencializa prácticas cultu- rales –el carro era también una ofrenda de difuntos instalada en el muro en memoria de todos los que han muerto en el intento de cruzar la frontera− e introduce en éstas el desacato.

En la misma sala, como un modo de incluir el lado de acá y el lado de allá, se instaló La casita de la huella (2008). En el cen- tro de una precaria construcción de tabique, como los hogares destinados a los expulsados por la miseria que esperan hallar un “otro lado” siempre elusivo, hay una llanta tallada con las esce- nas de esa épica trágica de las mujeres y niños que corren en la marcha hacia el norte. Ambas piezas tienen otro correlativo del que Romero se ocupó en Éxodo (2007): la dura frontera de los “movimientos migratorios del campo a la ciudad”. La documentación fotográfica revela una larga fila de carros enterrados entre los montículos de grama del suburbio en “el Faro de Oriente”, una de las zonas marginadas de Ciudad de México. Arriba de los autos, amarrados con cuerdas van atados de cajas y bolsas con el trasteo familiar.

Betsabée usa la llanta como metonimia del coche y a éste como nueva metonimia de las enormes corrientes de multitudes migran- tes asociadas a los múltiples desequilibrios del planeta. Articula la llanta –artefacto esencial de la modernidad− y la tradición local, a los dramas de los inmigrantes en un mundo donde el mer- cado se ha globalizado, pero no hay libre tránsito humano. Traspasa a la rueda −que las culturas pre- colombinas no usaron como medio de transporte− las ancestrales técnicas de grabado que aplicaron con cilindros o rodillos las culturas precolombinas. Pero, como se advierte en su modo de tras- ladar a una enorme llanta de camión la iconografía asociada a la fundación mítica de Tenochtitlán (símbolo inscrito en la bandera mexicana) la antigua estética asociada a lo sagrado se convierte en Símbolo masticado, y sufre un doble proceso: ofrece un aparente deleite formal, pero su belleza está cargada de sátira frente a las políticas migratorias y de una tácito pacto ante sus excluidos.

La exhibición rehace el libre tránsito que Romero cumple entre el pasado y el presente con las múltiples estrategias asociadas al automóvil y sus partes. Incluye sus citas humorísticas a los anti- guos códices ahora entintados con llantas usadas; la fragilidad de la huellas que éstas dejan sobre suelos de arena –al modo de los poemas sobre lo efímero de Netzahualcóyotl−; y varias piezas donde es clave el juego especular de las urbes reflejadas en los espejos. Las peregrinaciones de los taxis en el D.F, que sepul- ta entre hierbas, o el enorme bus que atiborra de plantas en un sector marginal donde éstas están ausentes, pasan de ser instala- ciones llenas de mordaz crítica a una forma de representación voluntariamente popular y artesanal. Cerámicas que guardan un souvenir de las contradicciones de la modernidad.