Desde los comienzos, en la obra de Ramos predomina la línea. Sus dibujos (1963-1967), hechos de letras y números; círculos y equis; cremalleras y zigzags; volutas y neutrones; óvalos aplastados y calaveras, son un aquelarre barroquísimo de arabescos cuyo origen está en las caligrafías orientales; no obstante parecen escapados de alguna loca computadora.
En ellos se advierte la presencia de una estructura: la línea vertical que se superpone a la caligrafía del dibujo destinada a encubrir (¿o descubrir?) el sentido de ese estallido de signos.
Hacia 1967, aquella vertical emerge de la ilusoria bidimensionalidad del soporte, en los "ambientes" y "objetos" del entorno cotidiano que el artista dispone -pintados de negro y recorridos por una línea vertical blanca-, sobre un tablero que actúa como piso, delante de un panel que hace de muro, como en una naturaleza muerta.
Esta línea ni siquiera es una vertical entera: es el producto de la recomposición óptica por parte del espectador. Uno y el mismo proceso de sus dibujos: allí la figura era la resultante de la recomposición visual de los signos desencadenados impuestos sobre el papel; aquí la recomposición óptica de las estructuras verticales parciales.
A medida que el espectador se desplaza, la vertical se quiebra en una serie de pequeñas verticales que se van descomponiendo y recomponiendo según invisibles horizontales. Verticales y horizontales. La construcción ortogonal. Torres García.
Luego vendrá la serie de pinturas blancas (1970-1977). A diferencia de los impresionistas superpone capas pictóricas, deposita tiempos. Así, surgen cuadros que, absolutamente blancos a alguna distancia, permiten detectar, a medida que el espectador se acerca, una arqueología, de amarillos, naranjas y otros. Planos de pintura blanca, sobre fondos de pintura blanca, separados, divi-didos, por líneas verticales blancas.
El impulso vital en los dibujos de Ramos patentizaba un torbellino: signos, figuras, imágenes negras sobre un fondo blanco. Después el artista se sujeta a un color (el negro que homogeneiza la realidad transfigurando en homólogos todos los objetos de los que recupera sólo la forma) y a una banda -blanca- que lo recorre. Finalmente, abandona el mundo de blanco y negro; de vida y muerte.
El blanco irradia luz. Y Ramos busca luz para sus cuadros. Así, sus pinturas blancas inauguran un proceso de trascendencia de la materialidad del pigmento, de voluntad por convertirlo en luz. En la pintura y en la vida.
Aquí Ramos parte de una sustancia colorida que hiere: un canal se hace visible en la superficie, generado por las sucesivas manos de empaste blanco a uno y otro costado de la línea vertical. A esta yuxtaposición de colores sobreviven, deliberadamente, las huellas (líneas verticales) que se configuran en los bordes del canal. Esta línea racional (y, por ende, mental) sobre la realidad, ¿qué es, qué significado tiene y para qué se trazó? ¿Un tajo? Y, en tal caso, ¿por qué y para qué fue ejecutado? Quizá un camino. Y si así fuera, ¿qué geografía despliega alrededor de los objetos? ¿A dónde conduce?
Más tarde (1977-1982), la línea deja de ser línea: es, por fin, pura materia y acaso un palito de madera. Porque, ¿qué es la línea? ¿La consecuencia de un proceso de abstracción que parte de la percepción empírica de un tronco de árbol? Y esas líneas-palitos-de-madera, aparecen en conjuntos, aprisionadas por un encasillamiento cuya estructura supone la imposición de un orden constructivo sobre el orden pulsional, la imposición de un equilibrio clásico.
Para Ramos, como para los primitivos, la línea, los palitos de madera, las piedras prehistóricas del neolítico, constituyen algo más y algo distinto que un pretexto (por medio del cual pudieran entreverse esencias): son los rudimentos de un alfabeto, el texto mismo del arte.
Siguen las "pandorgas" y "claraboyas" (1982 a 1989), hechas de papel estraza e hilo de coser. Todas tienen una connotación aérea vinculada al movimiento, y están construidas con los mismos materiales y la misma fragilidad de las estructuras que les permite elevarse en el aire. Sus metáforas aspiran al vuelo, pero Ramos las desintegra, las aísla en sus elementos y las encajona (¿las sepulta?). Ramos usa líneas, pero no son mensurables; usa planos arquitectónicos, pero no son geométricos; usa colores, pero no son sino excrecencias de la misma materia.
Hacia 1989, comienza la serie que he denominado "vanitas mestizas", cajas pobladas de calaveras y esqueletos; ahora igual que otrora, facilitan a Ramos el proponer una metáfora, a veces melancólica, acerca de la vanidad de las cosas y los éxitos del mundo y de la historia (aun los de la colonización). Estas Vanitas incluyen, apenas, calaveras, esqueletos, "telarañas", y ocasionalmente personajes religiosos, figuras y escenas que poseen la obviedad de lo inmanente, y son realizadas en materiales que son, ellos también, perecederos.
A mediados de los '90, Ramos se lanza a "la recuperación del objeto", tema y título del último libro de Torres García. Objetos que reproducen útiles de trabajo, pero que son totalmente inútiles. Toma prestada la forma de un objeto familiar y la reconstruye tan prolijamente como para ofrecernos simulacros de la realidad. ¿Para qué? Sus formas podrían expresar una utópica esperanza de llegar a reconciliar nuestros impulsos prácticos y los poéticos, de manera de convertir al usuario de un objeto funcional en alguien indiscernible del espectador de una obra de arte y de ese modo encontrar la uni-dad en un mundo fracturado entre lo natural y lo artificial.
Así como antes superponía capas de pintura, ahora (2005) acude al uso de la materia tal cual es: superpone y encola hojas de papel. Trata de escaparle a lo que les es específico, al dibujo, evitando depositar la línea sobre el papel, haciendo que ésta surja por su rasgado. Una suerte de collage, que sirve de base a un décollage, en una tradición que en Uruguay inauguró Rafael Barradas. Rompiendo el papel consigue que la vertical no esté encima de la hoja, ni detrás: la materia es la protagonista. Pero, ¿qué materia? Trabaja con papel-papel y no con desecho de papel, lo raja: y así lo vuelve desecho; alusión, quizá, a una sensibilidad herida. Ramos investiga profundidades con las que están en contacto los antropólogos: siempre se advierten referencias vinculadas a lo corporal, a lo sensible. Hay algo así como un pugnar por lo antropomorfo. Una constante huida. Una suerte de fatalismo orgánico de la especie, un acto solipsista. El silencio del sentido de la obra. *Director del Museo Nacional de Artes Visuales del Uruguay, curador y crítico de arte Nace en la ciudad de Dolores (Uruguay) en el año 1932. Ingresa a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Montevideo en 1951, estudiando con el Profesor Vicente Martín. En 1959 viaja a Río de Janeiro en usufructo de una beca otorgada por Itamaratí para estudiar técnicas de grabado con los Profesores Iberé Camargo y Johnny Friedlaender en el Museo de Arte Moderno. Desde 1958 ha participado en numerosas muestras en Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Dinamarca, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Francia, Italia, Perú, Paraguay, Rusia y Venezuela. Ha representado al Uruguay en la 1ra. Bienal de Córdoba, VII, X y XVIII Bienal de San Pablo, XXXII y XLVII Bienal de Venecia, 1ra.y 2da. Bienal de Medellín, Colombia, 1ra. Bienal Internacional de La Habana, Cuba y la 1ra. Bienal Interparlamentaria del MERCOSUR, Uruguay. Ha participado en eventos tan significativos como Eco Arte, Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro y Container 96/Across the Oceans, Copenhague. Ha obtenido numerosos premios y reconocimientos, entre ellos: Premio Mid American Art Alliance, Estados Unidos (1991), Premio Eco Art, Río de Janeiro (1992), Premio Figari, Montevideo (1996), Gran Premio, 1ra. Bienal Interparlamentaria del MERCOSUR, Montevideo (1997) y el Premio Fundación BankBoston a la Cultura Nacional (2005). Sus obras figuran en museos y colecciones privadas de Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Estados Unidos y Venezuela. Nelson Ramos es representado por la Galería del Paseo, en Montevideo, Uruguay.
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