PANCHO QUILICI

La ciencia de la mirada

Por Suazo, Felix
PANCHO QUILICI

Escribe Maurice Merleau-Ponty en "El ojo y la mente" que "el pintor mientras pinta practica una teorí­a mágica de la visión". Quizá por ello toda apreciación debe someterse a las estrategias ópticas que se precipitan desde el cuadro, exigiendo del observador una sintoní­a equivalente a la suministrada por la obra. Eso es algo que debe hacerse frente a los virtuosos ensayos perceptivos que ha realizado Pancho Quilici a lo largo de su trayectoria artí­stica. Su trabajo propone una mirada circular, penetradora y analí­tica, como si el acto de ver fuera siempre una inmersión en un mundo invertido, metafí­sico, donde las leyes de la razón acabarán por configurar un universo reconocible pero extraño.
Residente en Parí­s desde 1980, Quilici nace en Caracas en 1954, ciudad donde culmina estudios de diseño y artes gráficas en 1978. Por esa época, en Venezuela se desarrollaba una profunda revisión del significado de los medios plásticos, especialmente el dibujo, disciplina que se constituyó en una alternativa renovadora, frente a la avasallante hegemoní­a alcanzada por las corrientes constructivas y cinéticas. Simultáneamente, el movimiento ecologista internacional denunciaba las catastróficas consecuencias que estaban acarreando la contaminación ambiental y la depredación indiscriminada de los recursos del planeta. Tales premoniciones, parecen haber alcanzado los desolados paisajes y las edificaciones en ruina que son caracterí­sticos en la obra de Quilici.
Realiza su primera muestra individual en la Galerí­a Minotauro (Caracas, 1980), oportunidad en la que exhibe un conjunto dibujos sobre tela y papel, así­ como algunas obras gráficas que recrean interiores arquitectónicos y personajes inconclusos. Lo distintivo de aquellos trabajos, tal como señaló entonces el crí­tico Roberto Guevara, era la "ambivalencia de espacios y tiempos", estrategia que en lo sucesivo no permite discernir si las imágenes de Quilici se refieren al esplendor agotado de civilizaciones pasadas o, por el contrario, revelan un porvenir magní­fico e incierto.
Su obra posterior, fiel a los postulados seminales de su actividad creativa, ofrece algunas variaciones de esta idea. En 1985 expone pinturas y dibujos en la Galerie du Dragon de Parí­s. En este caso, la obra es una ventana, un observatorio desde donde se aprecia el paisaje, dejando ver fragmentos de edificaciones devoradas por la vegetación y rí­os que se remontan a lo alto del horizonte. También presenta una serie de piezas con vistas en planta y elevaciones de construcciones imaginarias.
Años más tarde, en la exposición "Un viaje al origen" (MBA, 1991), el artista presenta pinturas, dibujos y un objeto tridimensional en los que prevalece la espiral como un patrón de crecimiento natural que puede surgir de la tierra y ser penetrado por la masa fluvial, la vegetación o la arquitectura. Una de las piezas del conjunto - Hacia una visión in-y evolutiva (1991) - propone una escena monumental, surcada por una gran espiral cuyo centro está destacado por una forma esférica y transparente que señala ambiguamente el punto de origen o de cierre de la cadena evolutiva.
La espiral reaparece en la instalación El planeta se mira a si mismo, presentada en el marco de la exposición "Venezuela. Nuevas cartografí­as y cosmogoní­as" (Galerí­a de Arte Nacional, Caracas, 1991). La obra, de proporciones ciclópeas, se estructura a partir de una imagen aérea del orbe, tatuada por un camino de tierra que se enrosca concéntricamente en el manto acuoso. Rodean el núcleo central un conjunto de paneles dibujados entre los que se distinguen fósiles, ojos, espermatozoides, ondas, capiteles y fragmentos del mapa genético humano. En las paredes laterales se aprecian dos hileras de columnas con capiteles jónicos, en cuya parte superior e inferior se aprecian cí­rculos y triángulos, respectivamente.
En los trabajos de la exposición Trans-cursos (Fundación Corp Group Centro Cultural, Caracas, 2004) la propuesta de Quilici se torna aún más atmosférica, mientras las imágenes son menos proclives a los detalles de antaño. Incorpora la impresión digital sobre nylon y el acrí­lico grabado, procedimientos que generan una mayor livianidad visual. Las pinturas y estructuras tridimensionales del conjunto gravitan en torno a la idea de un centro que en In Axis-Ex Mundi (2004) resulta ser una montaña y en Un lugar inipse (2004) se manifiesta en un montí­culo de tierra de forma piramidal. Entre tanto, las piezas exentas cruzan el espacio cual corredores aéreos, taladrando el vací­o como suelen hacer los cometas y los meteoritos.
Para Quilici el cuadro es en realidad, una suma de miradas (o visiones) donde confluyen múltiples puntos de vista (ortogonal, planta, isométrico, panorámico). De esta manera, el artista propone un juego de recintos abiertos y cerrados, de escenas exteriores e interiores que parecen contenerse mágicamente. Allí­ aparece la presunción de que no existe un espacio único sino multitud de ámbitos paralelos que en ocasiones se interceptan o superponen, suplantando la premisa según la cual dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar.
Lo que sorprende en Quilici no es sólo su destreza técnica, sino también su erudición visual; es decir, esa habilidad para combinar diferentes estados de una misma escena, transitando de una a otra sin fisuras espaciales ni quiebres temporales, como si ellas se correspondieran naturalmente. De igual forma, logra articular las diferentes fases de la obra, desde el momento de gestación hasta su más detallada culminación, reuniendo el trazo inacabado de la etapa preparatoria, el caótico efecto de la ejecución gestual llena de manchas y salpicaduras espontáneas y, por último, la definitiva hiperrealidad del trompe l´ oeil. Frente a esto, no es posible determinar si estamos ante el génesis convulso de la civilización, frente al instante de su máxima plenitud o en el momento fatal de su declive.
En tal sentido, la idea del tiempo se resuelve en un transcurrir múltiple donde los acontecimientos se superponen confusamente. No obstante, allí­ están las espirales y los rí­os para dar cuenta de esa indetenible pulsión heraclitiana que coloca el devenir humano en ciclos consecutivos y cambiantes. En consecuencia, lo visible es una categorí­a paradójica -nómada y fija- que relata metafóricamente los múltiples devenires en los que podrí­a desembocar la cultura humana o los diversos orí­genes de donde procede. Acaso es eso lo que sugieren esas frecuentes lí­neas orbitantes que atraviesan la superficie cual senderos aéreos, reforzando de esta forma la primací­a de lo etéreo.
Sólo el hombre parece estar ausente de la espléndida territorialidad sugerida por Quilici en sus obras más conocidas. La figura ha sido omitida, acaso porque al individuo se lo reconoce mejor en la perpetuidad de sus obras -puentes, edificios, templos- que en los detalles de su efí­mera presencia. Hay también una razón ética que intenta corregir la aparente supremací­a de lo humano sobre lo natural, devolviendo cada cosa a la jerarquí­a que le corresponde en el orden y el caos de lo existente. O quizá serí­a más pertinente señalar que el artista, en su condición de operador visual, está más interesado en la mirada expectante del sujeto que está fuera del cuadro que en la representación especular de su impronta anatómica.
Quilici no trabaja con coordenadas fí­sicas sino simbólicas; define ámbitos rituales para la memoria y el sueño, preludiando una ciencia de la mirada que hace de lo arcaico algo sofisticado y trascendental. Su pintura corporiza lo intangible, hace perenne lo efí­mero y apacigua la violencia de las horas. Sin embargo, muy a menudo, en esa promesa de un mundo inconmensurable se encuentra uno con un ojo lí­quido y sin rostro, apenas esbozado, que vigila nuestros ademanes hasta que estos se alinean y convergen en el punto exacto. El cuadro es la única certeza que nos está permitida cuando se traspasa lo inasible; es lo único que retiene esa vuelta a lo quimérico; es, en fin, el último reducto de lo imposible.

Pancho Quilici nació en Caracas, Venezuela, en 1954. Realizó estudios en el Instituto de Diseño Neumann y el Centro de Estudios Gráficos, CEGRA. Expone colectivamente desde 1977 y presenta su primera muestra individual en la Galerí­a Minotauro de Caracas en 1980, año en que fija su residencia en Parí­s. Su obra es representada inicialmente por la Galerí­a Du Dragon y más tarde por la Galerí­a Thessa Herold. Ha incursionado en el ámbito teatral, creando propuestas escenográficas para obras como Idoménée de Mozart (Opéra de la Bastille, Parí­s, 1993) y Don Juan o El festí­n de piedra de Moliére (Festival de Teatro, Almagro y Teatro de la Comedia, Madrid, 1991). Entre los principales reconocimientos que ha recibido destacan el Premio de Grabado Bernardo Rubinstein, XXXVI Salón Arturo Michelena, (Ateneo de Valencia, Carabobo, 1979), el Premio Fundarte, I Bienal Nacional de Dibujo y Grabado (Galerí­a de Arte Nacional, Caracas, 1982), el Gran Premio Rainiero III de Mónaco (Principado de Mónaco, 1984) y el Premio de Pintura (Festival de Cagnes-sur-Mer, Francia, 1994).