Pablo Leon de la Barra o la curaduría como manifiesto lúdico
La lúdica –en su expresión más genuina y leve, pero capaz de conmover nuestros imaginarios de mundo- es como la sombra de Pablo León de la Barra, el nuevo curador de Arte Latinoamericano Guggenheim UBS MAP Global Art Initiative: inseparable de su figura. Una ventaja imponderable para el arte contemporáneo de la región que durante los dos años de su residencia llevará al icónico museo de Nueva York.
En su blog, Centre for the Aesthetic Revolution, hay una cita nunca removida de Jacques Ranci è re. Invocando el pensamiento de Schiller sobre cómo “el hombre sólo es completamente humano cuando juega”, el teórico entreabre el horizonte de una estética que sostiene la promesa de “un nuevo mundo de arte y una nueva vida para los individuos y la comunidad”. El potencial de esta promesa bien podría definir muchas de las apuestas curatoriales de León de la Barra. En cada curaduría hay una lúdica poco común. Por una parte contiene un desacato a lo establecido (incluyendo las jerarquías de la fama artística), y por otra, una lúcida forma de atención a la gente en el entorno donde se realizan o despliegan las prácticas artísticas.
No es frecuente encontrar a alguien que sepa esquivar el binomio entre la frescura de la inteligencia y la renuencia ante el poder; alguien que mire con incansable asombro la gestación del arte en cualquier lugar, sin dejar de apostar por lo desconocido; y que al tiempo haga de la generosidad una práctica relacional generadora de un continuo nomadismo, una característica que le permite desprenderse y arraigarse simultáneamente en los cambiantes espacios donde irradia su alegría creadora. Su manera de implicarse equivale a ejercitar la ternura requerida para ver y pulsar los espacios menos visibles de la cultura. Como le ocurría a Julio Cortázar –con cuyo espíritu de niño gigante tiene tanta afinidad– no parece posible no querer a Pablo León de la Barra.
Me encuentro con él en Nueva York para continuar una conversación que se ha hecho a saltos en ciudades y años diferentes, intersectada por imágenes ubicuas. Rememoro la cáscara de un banano, una obra de Adriana Lara que vi en MACO, en México, y que luego documentó en TeorÉtica, Costa Rica, como pieza faltante -contra su deseo- en el lanzamiento del proyecto Novo Museo Tropical. Fraguó este “museo sin paredes” para subvertir los esquemas exóticos del arte bananero latinoamericano, con “un esquema historiográfico en forma de un racimo de bananos” que aglutina en esa imagen estereotipada “artistas, obras, vanguardias y movimientos que forman parte del campo artístico y visual en América Latina”. Un museo móvil que pervierte los mismos clichés de lo tropical para narrar historias a contracorriente de la marginalización socio-política en el continente. Evoco los performances de Teresa Serrano, las fotografías de sofisticados trajes-chalecos antibala de Milagros de la Torre y la obra de Manuela Viera-Gallo que vi en Pinta Nueva York 2010, años después de que Pablo debiera mudarse de barrio en Londres justo a raíz de la instalación de unas enormes bragas de color rosa creada por esta última. La exhibieron en la pared del edificio donde vivía –y donde ya habían colgado la flagrante bandera colombo-londinense ideada por Carolina Caycedo. Después de esas intervenciones públicas -que ideaba junto con Sebastián Ramírez y Beatriz López (hoy directora de la galería La Central en Bogotá), como estrategia de la galería 24/7 que funcionaba en la calle para los artistas que venían de afuera y no tenían espacio, empezaron a armar exhibiciones en el baño del Pub londinense The George & Dragon. De asiduo visitante del bar donde trabajaban Ramírez y López había pasado a atenderlo y a fraguar en 2003 la iconoclasta White Cubicle Toilet Gallery (tan semejante al nombre de la establecida galería White Cube) que sigue demostrando el acierto de experimentar en microespacios.
Visualizo también las hamacas colgadas en los andenes de la fría Bogotá, Colombia, por el Buró de Intervenciones Públicas que había invitado a la feria La Otra. O el arco iris con tubos de plástico del jardín tropical diseñado por Radamés “Juni” Figueroa, para su curaduría “Somewhere over the Rainbow” en los Circa Labs en San Juan de Puerto Rico, donde Stefan Benchoam de Proyectos Ultravioleta vendió copias pirata de artistas de video o film (todavía tengo a Theo Jansen y a Chris Burden, entre otros). Pero sería inacabable trazar el mapa de recorridos y obras con las que Pablo ha puesto en juego los límites institucionales, o investigado arquitecturas en la frontera del desorden de América Latina, en esas estéticas populares en las urbes que ha evocado como otro espejo de la obscenidad y la miseria, aunque también de la belleza del caos. Pero sin idealizaciones. En alguna calle latina retrató un grafiti en 2003 que decía “Soledad”.
Entro con Pablo al Guggenheim. Nos detenemos en la rotonda donde la gente se tiende, inmersa en las atmósferas de color que emanan las cambiantes luces naturales y artificiales de la primera exhibición de James Turrell en un museo neoyorquino desde 1980. Me explica las fantásticas transformaciones arquitectónicas que llenaron de curvas el espacio diseñado por Frank Lloyd Wright y me señala el ala periférica en donde se instalarán las exhibiciones de arte latinoamericano de las que es el principal responsable. Imposible no evocar las cromosaturaciones de Carlos Cruz-Diez, pero además confiesa que en esa conjunción de luz, color irradiado, espacio y percepción, no puede dejar de pensar en Luis Barragán. En los 90´s, junto con otros estudiantes de la Escuela de arquitectura de la Universidad Iberoamericana –como Pedro Reyes y Tatiana Bilbao, o Fernando Romero- compartían una renovadora obsesión por su obra. Le rendían una suerte de culto en eventos clandestinos que hacían en construcciones cerradas como la Torre de los Vientos. Eran una generación que se buscaba a sí misma en el vacío del espejismo de la modernidad desvanecida y sentía palpable esa otra experiencia de la luz que Barragán creó entre los muros de piedra, en medio de la ansiedad por una libertad creadora. Recién graduado de Arquitectura en el D.F., Pablo hizo su pasantía como asistente de la directora de la casa-museo de Barragán. Pasó tiempo siguiendo las sombras y los reflejos, habitando el espacio. Caminaba sin zapatos, con los ojos cerrados, oliendo y tocando materiales para sentir y entender.
Antes de irse a Londres en 1997 a hacer una maestría en Diseño y Estudios Urbanos, León de la Barra ejerció una arquitectura díscola. Construyó sobre terrenos abandonados. Realizó una intervención en una zona industrial para que el espacio pudiera reutilizarse como escuela. Pero en la misma frontera de un modo de práctica social se interrogaba sobre si la ruina no debía dejarse como tal. Ya entonces se envolvía y confrontaba con las lecturas de María Zambrano, o las obras de Félix González Torres, y obras con sus propios cánones, como la de Helen Escobedo y Marcos Kurtycz o Felipe Ehrenberg, o sencillamente con los retablos, piezas o performances en las cuales reconocía una energía de creación real.
Para hablar de su formación de curador-agente cultural habría que mencionar experiencias tan disímiles como ver al colectivo canadiense General Idea, formado por AA Bronson, conocido por sus performances secretos en locaciones secretas –un poco como aquellos ya olvidados que protagonizó León de la Barra con sus amigos- y por Felix Partz y Jorge Zontal. El grupo se disolvió en 1994, cuando los dos últimos murieron de SIDA, justo uno de los temas clave de sus instalaciones de arte público o de las obras que “infiltraban” formas y espacios de la cultura popular. Pero también lo marcó el viaje a la India en 1999 donde encontró “otro México a la enésima potencia”, alfabetos de un lenguaje y una estética de la crisis marcada por la cultura informal. Sus fotografías de urbes latinoamericanas captan reflejos de las superficies quebradas de los espejismos modernistas, como rastros de una investigación en curso que lo fue llevando a la concepción de cada exposición como investigación de lo que a falta de una denominación mejor llamamos Latinoamérica. Tras terminar su doctorado en Londres volvió obsesivamente “la mirada al sur”.
Una temprana curaduría hecha como indagación social con herramientas artísticas y generadora de espacios para exponer, fue “The Artist as an Ethnographer: Museo del Cerro de Naranjito” 2002, curada en ese sector-favela en Puerto Rico, donde Chemi Rosado pintó con la gente todas las casas de distintos tonos de verde, generando otro paisaje social, un tipo de obra que pasaba “de la representación a la acción”. Pablo recorrió las casas del sector pidiendo en préstamo objetos para la realización de la exhibición en un salón comunal reinventado como museo.
El encuentro con la curadora María Inés Rodríguez fue decisivo. Se conocieron en París cuando Pablo participaba en una exposición sobre jóvenes arquitectos mexicanos. “Me interesó su visión de la ciudad y la forma en que la mostraba: una serie de diapositivas con tipologías del modernismo mexicano proyectadas en un dispositivo sencillo que incluía dos sillas Acapulco y una alfombra de color…”, dice Rodríguez, quien lo invitó a trabajar en un proyecto itinerante entre París y Bogotá, marcado por la idea de pensar el arte según la ciudad y de incluir en este el pensamiento del espacio habitado posibilitando su acceso a quienes no lo tienen.
En Brasilia, Pablo había visto a un mendigo, José Ivanildo, solicitando limosnas en la vía pública para cumplir su “Sueño de casa propia”. Se lo propiciaron en la exposición co-curada por él y Rodríguez que tomó este título e indagó en fórmulas estéticas imaginadas por artistas, diseñadores y arquitectos, como el colectivo Tercerunquinto, Raúl Cárdenas, Yona Friedman y Santiago Cirugeda, entre otros, para solucionar el problema de la vivienda.
El manifiesto que acompañaba –como herramienta de recorrido– su exhibición “To Be Political it has to look Nice: How to be a Proper Latin American Artist (A Guide for Survival in the Global Cultural Economy)”, 2003, realizada para NY APEX ART por invitación de Carlos Basualdo no ha perdido vigencia una década después. Sus exhibiciones funcionan como artefactos de investigación de las articulaciones culturales de lo estético, lo político, y lo social que ocurren o se manifiestan en esa parte del continente al que le habría parecido mejor definir diciendo, como Los Prisioneros, que somos “South American Rockers”.
Hay una “arquitectura” en sus exposiciones que expande el cubo blanco de múltiples modos –puede instalarlo en cualquier lado, hacerlo móvil o camuflarlo o llenarlo con objetos no artísticos que no son elegidos con la indiferencia Duchampiana sino tienen una carga emocional local y reconectan a fin de cuentas el arte con la vida personal y con el mundo social. Funcionan a su vez como ciertos sueños borgianos, como una exposición dentro de una exposición dentro de otra exposición, pero tienden a provocar algún tipo de despertar a realidades sociales. Un despertar que se amplía a partir de las redes sociales que Pablo León de la Barra electrifica y potencializa con su lúcida alegría.
En la cafetería del museo le pregunta a la cajera por su origen y toma tiempo para escucharla. Luego asiste a una reunión de homenaje con los ejecutivos del museo donde tendrá el enorme reto de pensar una vez más qué supone para el arte la definición en construcción de lo Latinoamericano. Una noción a la que incorpora historias no contadas que no fueron parte del registro oficial del arte, sobre todo durante las décadas de las dictaduras, y la creación de nuevas cartografías, tanto como el humor que lidia con lo real, y el diálogo entre las particularidades y las diferencias que existen en el continente más allá de su historia común; elementos clave para indagar en lo menos visible. Al salir lo fotografío entre la entrada del icónico museo y un carro de perros calientes. La foto no sirve pero mirando su alta figura sonriente pienso que siempre estará en ese espacio intersticial, que nunca dejará de tener un pie en las calles por donde corre el río de la gente de todas las urbes del mundo.