El Eje de SITAC IX en Ciudad de México: Teoría y Práctica de la Catástrofe
El arte lucha contra el caos, pero lo hace con el fin de traducirlo en algo sensible,
incluso a través del personaje más primoroso o el paisaje más encantador
Gilles Deleuze y Félix Guattari
Ahí tenemos nuestra catástrofe. En una bolsa. Una vez más y me voy.
Línea del personaje del director en la obra Catastrophe (1982)
de Samuel Beckett
Una catástrofe implica a grandes rasgos un cambio, una crisis o un desastre a
partir del cual ya nada será igual, un evento de la mayor trascendencia para la
vida o el sistema al que se refiere, ya que significa su transformación inevitable e
irreversible. A partir de esa definición simple, surge una gran variedad de
connotaciones que nos permiten abordar en conjunto ámbitos justificadamente
separados. Buscamos una pluralidad de enfoques y temáticas, un efecto de
dispersión.
En este simposio invitaremos a filósofos, artistas, curadores y escritores a discutir
las posibilidades de un vocablo antiguo y elusivo, que en su historia desde
Aristóteles denota un elemento dramático o trágico, es decir, teatral. Lo
catastrófico es en primer lugar imaginario. Los desastres proliferaban en el
pensamiento mítico de muchas culturas. No ha menguado hasta hoy la potencia
simbólica de epidemias, diluvios, plagas y otras desgracias colectivas más
arrasadoras que la muerte misma. Por más empiricista que parezca nuestra
época, hemos constatado el poder de las narrativas apocalípticas en el
surgimiento de nuevas variantes religiosas, en su gran valor para la industria del
entretenimiento y por último en su efectividad como herramienta de control
ideológico y político. Las catástrofes imaginarias pueden llegar a ser tan terribles
como las reales. Muchas de ellas son la expresión de un miedo intenso ante
cualquier cambio relevante del estado de las cosas. Al inicio de este milenio
conocemos varias versiones del juicio final que sirven como coartada para ocultar
calamidades tangibles causadas por la inercia generalizada.
Si los terremotos, las epidemias y las sequías como eventos impersonales del
devenir del mundo son una parte inseparable de la experiencia humana, los
infortunios que unos grupos humanos han inflingido a otros definen la evolución de
las civilizaciones. En el mundo actual no sólo es posible hablar con horror de
conflagraciones bélicas a gran escala sino también de inmensas fallas económicas
que afectan la vida de decenas de millones de personas. En nuestros días las
catástrofes naturales y las provocadas por el hombre parecen confluir en la
destrucción masiva de los ecosistemas. Hay cada vez más ejemplos de cómo la
dominación económica y política en los sistemas de producción globalizados
conllevan muy frecuentemente una afectación drástica, perniciosa y definitiva de
las poblaciones y también del medio ambiente.
Hoy podemos constatar que se ha desarrollado una consciencia mucho mayor del
daño que la actividad humana ha causado a su propio entorno. La destrucción
tiene como evidencias las inundaciones e incendios forestales por el desastre
climático, las fugas de petróleo sin control, la sobreexplotación de los recursos de
todo tipo o la desaparición de las especies vivas a una escala que no tiene
comparación con la de otras eras. Es incontrovertible el papel que han jugado en
esta debacle las tecnologías desarrolladas desde hace apenas unos cuantos
siglos. Pero queda por definir si el desarrollo tecno-científico es una opción, si no
para detener, al menos para dar una dirección nueva a la transformación del
planeta.
Tenemos a nuestro favor que la ciencia actual conoce cada vez mejor los
fenómenos extremos. El avance en su estudio ha sido vertiginoso desde la Teoría
de la Catástrofe del matemático René Thom, pasando por las ideas de Ilya
Prigogyne y hasta la relativamente reciente Teoría del Caos. El énfasis de la
ciencias en la estabilidad y la regularidad ha cedido paso al estudio de la
turbulencia, las bifurcaciones y los puntos de quiebre, revelando una complejidad
antes inimaginable. Hoy entendemos a los seres vivos como enormes compendios
de catástrofes a pequeña escala. La ciencia no oculta su asombro ante los
tsunamis, la autoorganización de las moléculas de agua o la transformación los
saltamontes comunes en una plaga de langostas. Enfrentamos incluso la
posibilidad de que la aceleración del conocimiento humano esté llevando a la
naturaleza y a la humanidad a fases totalmente distintas y desconocidas.
Las dinámicas que las ciencias han develado recientemente ha tenido su efecto
intoxicante también en la cultura. El arte mismo es una forma indisociable del
desastre o el momento crítico. Las obras de arte, como describieron alguna vez
Deleuze y Guattari son expresiones de un chaosmos, un orden armónico que sin
embargo implica una mirada hacia el abismo. Los artistas buscan precisamente
aquellos resquicios en donde las explicaciones se derrumban y pierden su sentido
habitual, hacen visible la plenitud terrible de la vida a través de varias
destrucciones. El arte no es únicamente una contemplación pasiva de la
existencia, o una simple denuncia, por importante que ésta sea. Puede también
desafiarnos a confrontar las áreas más oscuras de nuestra psique, y quizá ayude
a entender mejor a nuestros semejantes y a nosotros mismos en medio de
situaciones de peligro o de zozobra. Nuestra intención más importante es partir del
asombro y la fascinación sublime hacia una mayor capacidad crítica con respecto
a la época que nos tocó vivir. Como propuso Susan Sontag, debemos permitir que
las imágenes atroces nos persigan.