Fernando de Szyszlo cruzó el umbral del misterio
Fernando de Szyszlo (Perú 1925- 2017) cruzó el umbral del misterio que tantas veces sugirió en sus pinturas. Tal vez como ningún otro maestro de la modernidad latinoamericana fundió en su obra los aprendizajes de un modo de abstracción lírica que no renunció nunca a las formas telúricas, y la herencia de la arquitectura y el universo mítico prehispánico.
Partió a los 92 años, junto con su esposa Liliana de Szyszlo, cuando seguía conservando una lucidez tan despierta, que se preparaba para un conversatorio con el periodista Andrés Openheimer que planeaba para este 12 de octubre en Durban Segnini Gallery, donde aún se expone su última muestra, con un título que resumía el poder contenido en su solo nombre: Szyszlo. Fue este también el título de la retrospectiva organizada por el Museo de Arte de Lima, MALÍ, en 2011, en homenaje a “uno de los artistas más representativos y reconocidos del país”.
Bastaba pronunciar ese apellido para convocar un universo completo iluminado, por su capacidad de “transferir rastros de una iconografía ancestral –originada en los lugares de “nuestra América”, como José Martí la llamaba, y en su mitología— a un lenguaje contemporáneo que contenía la esencia de lo atemporal”. Así lo definía en el texto titulado El gran conector de mundos, con ocasión de su exhibición Sombras y sueños, 2011, que fue la segunda de un ciclo expositivo conformado por cinco muestras, organizadas por la misma galería en Miami. La primera, Habitación N.23, había tenido lugar en 1995. El título de esta exhibición se inspiraba en un verso de Enrique Molina al que ahora se acomoda aún más: “Reniego de mi origen y mi nombre hasta yacer entre los más bellos escombros celestes”.
En el conversatorio que iba a tener lugar sólo tres días después de su inesperada despedida, el día 9 de octubre, se hablaría de su libro de artista, cuyo bello título sintetiza su ser: La vida sin dueño. Mario Vargas Llosa escribió una frase que describe tanto estas memorias como la vida entera de Szyszlo, hijo de un inmigrante polaco que hablaba 14 lenguas y de una madre peruana que había heredado una biblioteca maravillosa que alimentó su infancia de niño asmático: “Un aliento de libertad recorre, en efecto, todas estas páginas en las que evoca su vida, sin eufemismos, desplantes ni censuras, con tanta franqueza como inteligencia y lucidez”.
Sólo alguien como él –heredero también de las alucinaciones de surrealistas amigos como Breton, y de las sombras de César Vallejo, entre tantísimas otras influencias literarias— podría haber logrado trasladar a la pintura de modo perfecto, la inspiración que tuvo en las alturas de Machu Pichu: “El encuentro visible de lo sagrado, con la materia física”. Este hombre de visiones supo reinventar parajes geográficos con una dimensión mítica que traspasaba las derrotas del pasado y los mismos sueños fallidos de la modernidad. Cumplió en su arte el oficio de un gran enlazador de mundos, fusionando la prehistoria de su continente y los movimientos de las vanguardias del siglo XX sin librar otro combate que el de crear, como por primera vez cada vez, una obra capaz de suscitar reverencia. Para despedirlo hay que citar la Elegía del duino de Rilke, que tanto amó: “… un muchacho casi divino de pronto se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda”.