Maria Thereza Negreiros Offerings en el Frost Art Museum
El Patricia and Phillip Frost Art Museum está presentando Maria Thereza Negreiros. Offerings hasta el 1 de abril de 2012.
Las curadoras, Francine Birbragher-Rozencwaig y Adriana Herrera Téllez, escribieron un texto para el catálogo describiendo la contribución de su trabajo, trascendental para el momento presente del planeta. Ella realiza a través de sus pinturas un acto de ofrenda al Amazonas de su origen y promueve un mensaje amientalista conectado al vivir en armonía con la naturaleza para sostener el balance de la Tierra.
En María Thereza Negreiros (Maues, Brasil, 1930) el mito del retorno al origen es inseparable de una afirmación de la identidad como pintora latinoamericana cuya vocación, universal, responde a la pregunta que se formulara Levi Strauss sobre qué es lo que queremos y pretendemos salvar como humanidad.
Las pinturas de la selva Amazónica, en la que nació y a la que ha dedicado las últimas tres décadas de su vida, no pueden deslindarse de la infancia donde creció “mirando las piedras en el fondo del río” en el territorio indómito donde su padre cultivaba grandes extensiones de guaraná.
Tras haber alcanzado en Colombia reconocimiento de críticos de la talla de Marta Traba, como artista pionera y vanguardista, el destino la llevó de regreso a ese paisaje selvático, donde se preguntó, humildemente, por la vocación del artista en un continente donde la violencia no sólo es social sino ambiental, y deseó hallar “una nueva expresión del hombre americano”.
Contra las tácitas convenciones que establecen las vanguardias, tras haber sido expresionista abstracta, informalista en incesante búsqueda de una materia imperecedera, y pionera de instalaciones ópticas minimalistas, se sumergió en la búsqueda de esa expresión nueva como artista latinoamericana que regresaba a la pintura en plena década de la muerte anunciada de ésta.
La experiencia definitiva, el punto de no retorno en su travesía sucedió el día en que atestiguó un voraz incendio provocado por la mano del hombre y oyó el gemido de la selva agonizante, torturada por el fuego. La sensación de su propia pequeñez ante la inmensidad de la destrucción de la poderosa entidad de la vegetación selvática -que estaba viva y se retorcía ante la muerte- la aterrorizó, pero fue también una revelación. Equivalió a una experiencia iniciática que le permitió recluirse para pintar, con un tesón impenetrable, el misterio de las fuentes de la vida en la Amazonía, aquello que llama, “un mundo de belleza sagrada que estaba condenado a desaparecer”.
Así surgen, dentro de la gran serie Amazónica, los óleos sobre Igapós, como los exhibidos expuestos, cuyas fechas respectivas –de 1979 a 2011- demuestran una constancia que no viene sola: la maestría de su aparente expresionismo abstracto combinado con veladuras y detalles casi hiperrealistas de esas prodigiosos brotes de agua urdidos con la nervadura de las ramas en entramados asombrosos son representaciones de una realidad que sólo parece insólita para quien no se ha hecho uno con ese paisaje selvático como Negreiros.
En contraposición con la vitalidad del agua que mana entre el profuso verde –“el color de la selva, y de la soledad”-, están sus Incendios amazónicos donde la muerte es un ardiente campo rojo que se extiende violentando todo verdor y dejando a su paso sólo humo. En ese juego entre el génesis y el fin, entre la vida selvática en plena potencia y su extinción, propiciada por la demencia humana, a Negreiros, sólo le quedó un sendero que es por una parte exorcismo y denuncia, obra que en esa medida trasciende hacia la esfera de lo político; y que por otra parte, contiene la reverencia ante la sagrada inmensidad de la selva.