Trigésima Bienal de San Pablo

La inminencia de las poéticas.

Por Ana Maria Battistozzi (Buenos Aires)

Desde que Paulo Herkenhoff concibió el diseño curatorial de la edición XXIV en torno de ese concepto fundante de la cultura brasileña que es la Antropofagia, la dimensión histórica no había vuelto a irrumpir en San Pablo como en esta ocasión.

Trigésima Bienal de San Pablo

Aunque diferente en el planteo, se diría que su peso en el diseño curatorial es similar. También la compleja trama de relaciones que articula un rango de obras tan amplio que abarca con holgura la actualidad más extrema y un pasado prácticamente desconocido o escasamente evocado. Como en aquella oportunidad, el hilo curatorial que echó a andar esta vez Luis Pérez Oramas y su equipo ha sido minuciosamente trabajado en un sentido complejo y abarcador

“La inminencia de las poéticas” − tal el título que preside la Trigésima Bienal de San Pablo − está sostenida por un sólido trabajo de campo que rescata lo nuevo, aunque sin la avidez compulsiva que ha caracterizado este tipo de muestras, cada vez más preocupadas por exhibir lo más reciente y exótico que se impone en esta temporada. Aquí lo nuevo se inscribe en la perspectiva histórica que lo hizo posible y da cuenta de que el presente es parte de una construcción en devenir.

Así, uno de los principales atractivos de esta Bienal son los descubrimientos que habilitan cruces generacionales entre artistas emergentes, muchos de ellos prácticamente desconocidos, con notables históricos como Robert Smithson o Allan Kaprow y con otros rescatados del olvido como Bas Jan Ader, el performer holandés que en 1975 desapareció en medio del Atlántico en una pequeña embarcación que lo llevaba en “Búsqueda de los maravilloso”.

Todo eso ha sido posible porque el curador no sólo decidió apartarse de la novedad por la novedad misma sino también de su consecuencia inevitable: el dato espectacular, la gran escala y los grandes nombres que operan como reaseguro en los circuitos de la escena internacional. Desafiar esa lógica es uno de los mayores aciertos del equipo de Pérez Oramas y lo que en gran medida le ha otorgado singularidad a su trabajo. Una hipótesis sobria, tan compleja como audaz, que se implementó a partir de una estructura constelar.

¿Qué implica en los hechos ese planteo de “constelaciones” que además fue acompañado de un ordenamiento espacial? La idea refiere a un campo de juego donde las asociaciones son posibles. Pero en esa noción también reverbera la poesía concreta de Eugen Gomringer tanto como los procedimientos de trabajo de Walter Benjamín para la Obra de los Pasajes y los de Aby Warburg para su ambicioso Atlas Mnemosyne. En todo caso se trata de ordenamientos de sentido que sintonizan referencias eruditas pero que han sido posibles gracias a la idoneidad profesional del curador.

Crítico y poeta, ex curador de la Colección Cisneros y actualmente curador de arte latinoamericano del MOMA, Pérez Oramas realizó proyectos para esta institución que pueden ser considerados antecedentes de éste. Bajo el enigmático paraguas de “La inminencia de las poéticas”, ha cobijado ahora poco más de un centenar de artistas, unos cuarenta menos que la edición pasada, lo que sin duda fue un alivio para las estrechas arcas de la Fundación Bienal y en nada afectó la calidad.

La muestra desplegada en los tres pisos del edificio de Niemayer de algún modo se desarrolla a partir de dos figuras históricas que por razones distintas y semejantes asumen centralidad.

Una de ellas es Arthur Bispo do Rosário, outsider del mundo del arte que estuvo en la Bienal de Venecia en 2005 y paseó su obra por Europa y los Estados Unidos con la muestra “Brasil 500 años”. Bispo padecía esquizofrenia y vivió encerrado en un hospicio durante cincuenta años. En su delirio, recibió de los ángeles la misión de hacer un inventario del mundo para presentar a Dios el día del Juicio Final. Fue así que bordó en infinitos paños con cosmologías fantásticas y realizó objetos con desechos en una lógica acumulativa que cultivan distintos artistas de la muestra. Trescientas piezas de esa producción obsesiva ocupan un lugar estratégico del Pabellón Bienal.

La otra figura que goza de un espacio simbólico similar es August Sander. Más de seiscientos retratos de su famosa monumenta fotográfica alemana “Hombres del siglo XX”, ocupan varios tramos de paneles en el tercer piso del Pabellón. Dispuestos en varias series de grillas, estos retratos se erigen en el más minucioso archivo de tipos y clases que se pudo imaginar. Tipos físicos, oficios, costumbres e indumentarias retratan a los alemanes en la primera mitad del siglo veinte. Entre la locura y la cordura, ambos coinciden en una obsesión por el registro que probablemente no sea distinta de la que hizo suya de modo más extenso la modernidad.

Así las series de Sander se ubican próximas a las fotos de individuos y colectivos sociales del Congo que realizó Ambroise Ngaimoko en Kinshasha y a los desnudos masculinos del carioca Alair Gomes. Pero también las fotos Polaroid del Alemán Horst Ademeit, descubiertas poco antes de su muerte en el 2010. Otro registro obsesivo, acompañado de anotaciones que dan cuenta del estado emocional que lo llevó a querer establecer por esa vía algún un orden para este mundo caótico. También las series del holandés Hans Eijkelnoom, que se para en una esquina sólo para fotografiar a la gente que pasa y lleva atuendos similares.

A diferencia de otras bienales, aquí casi no hay trabajos a gran escala. Lo que realmente marca la diferencia es el volumen de obra con que cada artista se encuentra representado. Y el ámbito que se le ha asignado para que cada poética llegue comprensivamente al público. Así nadie podrá negar que artistas que hasta ahora no eran demasiados conocidos por el público de la Bienal, tal los argentinos Eduardo Stupía, Martín Legón y Pablo Accinelli o Frederic Bruly Bouabre de Costa de Marfil, por nombrar sólo algunos, han tenido aquí la oportunidad. El espacio diseñado por el arquitecto argentino Martin Corullón contribuyó sin duda a ello. Su inteligente partido permitió sortear las dificultades que plantea la complejidad del Pabellón Bienal y acompañar la deriva múltiple de sentidos múltiples que propone esta sutil y sensible exhibición.