Antonia Eiriz
MDC Museum of Art +Design (MOAD), Miami
Hay artistas que tuvieron un impacto tan descomunal en una etapa determinada de la historia del arte en sus países y una influencia tan marcada en las generaciones sucesivas que nunca le serán suficientes los tributos.
Ese es el caso de Antonia Eiriz, pintora cubana de impronta excepcional, que se resistió a compartir en su arte la retórica progubernamental que en el tiempo de su eclosión artística coartaba el sagrado acto de creación. La exhibición Antonia Eiriz: A Painter and Her Audience, curada por Michelle Weinberg, propone una recapitulación del tránsito crucial de esta controversial autora a través del panorama visual contemporáneo con una rigurosa selección de más de cuarenta obras que reflejan aquellas feroces intensidades expresivas suyas que se mantuvieron en permanente tensión antinómica con las manipulaciones coyunturales del poder, así como con las frívolas complacencias sensoriales o las concesiones al mercado.
La curadora se vale de cuatro bloques expositivos para guiar una exploración que se inicia con la reproducción del memorable lienzo Una tribuna para la paz democrática (1968) -cuyo original forma parte de la colección del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana - y culmina en un proyecto de 1995 que queda inconcluso antes su muerte en ese año. El conjunto nos hace repasar la poética desapacible de un temperamento que contaba con afilada intuición para sintonizar con las zonas distópicas del entorno social, y revela afinidades con la obra de maestros como Goya, Munch o Bacon, quizás por la obsesión compartida de sumergirse en las oscuridades de la condición humana.
Sin desdecir las deudas intelectuales o formales con esos predecesores, hay que puntualizar que en el discurso convulso de Eiriz, concepto y comunicación descarnada se cruzan en medio de una franja ambigua entre figuración y abstracción. El resultado es que no solo logra elevarse en diferenciación protagónica sino que sienta un precedente renovador dentro las circunstancias de censura en las cuales emerge su obra, conquistándose estudiosos y discípulos de por vida.
Al contemplar, por ejemplo, obras avasalladoras como Los de arriba y los de abajo (1965) o Retrato de familia (1994), títulos entre los cuales distan tres décadas, se constata la consistencia de un legado orgánico que expone pánicos existenciales y desgarramientos, apoyándose siempre en la destreza de un oficio que hace activar eficazmente cada recurso pictórico en la turbación expresiva que registran las imágenes sombrías.
Ello puede explicarnos por qué la curadora decidió incluir en el proyecto dos secciones donde despliega un conjunto de trabajos de artistas de generaciones posteriores que testimonian la influencia y continuidad del mito Eiriz. Las obras de Luisa Basnuevo, José Adriano Buergo, Ana Albertina Delgado, Nereida García Ferraz, Ana Mendieta, Glexis Novoa, Sandra Ramos, Gladys Triana y Tomás Sánchez, ilustran el ascendiente decisivo de Antonia, especialmente en el caso de Tomás, quizás el discípulo más allegado. En todos se evidencian de algún modo los singulares caminos de la expresión simbólica que en su momento emprendiera la artista homenajeada, quien a su vez se forjó en el magisterio ejercido sobre ella por el grupo de creadores abstractos y expresionistas denominado Los Once (1953-1955), particularmente en el de Guido Llinás, al cual consideraba su mentor, referencia que toma en cuenta el planteamiento curatorial.
Al final, la retrospectiva deja la impresión de que no es posible entender el derrotero del arte cubano en las últimas cinco décadas de ignorarse el estremecimiento que representa la irrupción de Antonia Eiriz. Relegar relación tan visceral entre ética y estética plantearía un conflicto permanente con la historia del arte.