José Bedia
Fredric Snitzer Miami
“Une Saison en Enfer”, (Una estación en el infierno), la exhibición de José Bedia en Fredric Snitzer Gallery, toma su nombre del extenso y único poema del poeta maldito Arthur Rimbaud, y marca el más penoso viaje de descenso de este artista que ha basado su práctica en el peregrinaje hacia territorios donde los mitos se contraponen a las narrativas de la historia oficial.
Iniciado a comienzos de los 80 en el culto del Palo Monte, que no tiene un panteón iconográfico de características visuales tan precisas como los personajes de la santería, Bedia ha forjado un universo visual para esta tradición a la que adscribe su propia vida. Paralelamente, su peregrinaje ha incluido continuos viajes que abarcan el continente del origen, particularmente Zambia, en el África Central, y los territorios indígenas de toda América, desde los dominios de los Lakotas, hasta los de diversas tribus de México y Perú, donde ha compartido ritos chamánicos, en visitas que no sólo trazan otros mapas simbólicos sino que recuentan la historia de los vencidos. De ahí, también, su interés en personajes como Quintín Banderas y Andrés Petit de Cuba, o Papa Liborio de República Dominicana.
Pero si cada una de esas travesías suponía una suerte de reivindicación de tradiciones sagradas que fueron negadas o condenadas por las culturas dominantes y una desafiante revalorización de los cultos de la periferia, en el caso de esta exhibición, el peregrinaje está marcado por una violencia inusitada. El signo del escándalo, incluso el repudio y el asco, marcan esta serie de obras que se apartan de la visión reivindicativa y de una iconografía creada para sacralizar prácticas iniciáticas.
En lugar de una poética visual inspirada en ancestrales tradiciones, Bedia recrea su propio descenso al infierno representando la perversión de los ritos practicados en urbes donde incluso el conocimiento espiritual secreto se ha corrompido. Muy distante de aquella pintura titulada Enséñamelo todo, en la que en la cima del universo una mujer señalaba el camino de las estrellas, en esta serie mordaz surgida del desencanto pinta voluptuosas féminas entregadas a la lascivia con otras, para cumplir con el deleite del tiránico personaje masculino que ejerce su hombría esclavizándolas sexualmente.
La recreación de lo que en Santo Domingo se asocia al “tigeraje” del proxeneta que no se involucra en los juegos sexuales, pero los propicia, se mezcla con iconografías de lo que en algún momento perteneció a un dominio sagrado. En ¿Así la quiere el papi? –título revelador que imposta la voz de la mujer sometida − un diminuto personaje de gafas, cadena dorada, copa en la mano, observa la escena de sexo entre mujeres con cuernos en la cabeza, y largas uñas rojas, cuyos cuerpos pintados en estridente amarillo, desnudos y con tacones, llenan el espacio como un grotesco desbordamiento. La iconografía del mal se refuerza con textos vulgares.
En Blessing in the Miami River, la escena es de una devastadora ironía: mientras dos mujeres ancianas acompañan a la cornuda que se despoja de su ropa, hombres ocultos en las orillas practican el onanismo a costa de esta visión que ya no representa ninguna iniciación en lo sagrado, sino un rito descompuesto. Estamos, ciertamente, tal como el título del cuadro de fondo rojo sangre que contiene una representación frontal y chorreante de una diablesa, en el reino de “Pomba Gira”, la puta-diabla de Umbanda, y lo satánico se entronca con lo sexual hasta producir la imagen terrible de la crucifixión encabalgada sobre la descarnada, violenta desnudez del cuerpo de una mujer-diabla.
Lo notable es que, a través de esta catarsis visual, José Bedia transgrede las convenciones de su propio lenguaje, usa colores que jamás había tocado, rasga todas las investiduras de su propio arte y demuestra que no es un artista acomodado en el reconocimiento de su propia iconografía, sino capaz de dejarse vulnerar por la destrucción del mundo que la sostuvo.