Luis Terán
Alberto Sendrós, Buenos Aires
Podemos imaginar el taller de Luis Terán como una gran obra en construcción, llena de materiales esparcidos en el piso y albañiles con cascos de seguridad amarillos pululando por los pasillos.
Lo podemos imaginar a él: una mezcla de maestro mayor de obras y científico loco, con guardapolvo blanco y sombrerito de papel de diario. Una pequeña ventana imaginaria a un universo en el cual conviven las referencias históricas a movimientos escultóricos y sus poéticas (el Povera, el Minimal y el Concretismo) con las técnicas más elementales de la albañilería hecha en casa.
Las obras de Terán son algo así como una puesta en escena de la re-funcionalización estética de materiales de deshecho, cuya vida pasada de material utilitario permanece latente en su actualidad artística. Si bien las referencias formales a escultores como Brancusi y Carl André resultan casi ineludibles, son los procesos de alteración y conversión a los cuales Terán ha sometido los materiales lo que continúa vibrando en cada una de las piezas. Procesos de transformación realizados en la intimidad de su taller con el mayor de los afectos: el fraguado del yeso sobre envases de plástico para convertirlos en una longilínea y blancuzca escultura, el corte y cuidadoso pulido de botellas de vidrio hasta conseguir suaves circunferencias minimalistas, el ensamblaje de pedazos de hierro que resuenan a campana de iglesia. Cual ritual milenario asimilado a una vasija primitiva, el proceso de transformación se ha convertido en atributo inmanente de las obras de Terán.
Caminé mucho tiempo molesto por los cardos, sin saber que estaba transportando semillas. Semillas de cardos es un enorme móvil hecho de maderas viejas con estrellas de clavos oxidados incrustadas en sus extremos. Una especie de árbol desvencijado y atiborrado de claveles del aire, o en su versión más extrema una colosal cachiporra de tortura medieval. Sea lo que sea, el conjunto asume para sí la contradicción como condición ontológica: así como los cardos y sus flores violetas son tan encantadores como molestos, el gran móvil de Terán pende poético y amenazante sobre nuestras cabezas. La obra que oficia de portada en el catálogo opera bajo el mismo principio, La máscara que me hace invulnerable, tiene el rostro de la muerte, un amasijo de clavos soldados que pretende proteger al portador resulta brutal para quienes la ven. A pesar de la delicada austeridad de las piezas, el peligro acecha cerca de los bordes: clavos y vidrios están a la espera de un descuido.
El peso del bloque de cemento que corona la muestra se hunde sin remedio en la blancura de las paredes de la galería, arrastrando con él al resto de las obras y tiñéndolas de ambigüedad narrativa con un dudoso pero innegable Si, una huella en el cemento fresco. En este avance irregular de la narración hay algo que persiste y se niega a retroceder: la transformación como ritual estético y la conversión de los signos materiales, conversión de cardos en clavos y clavos en cardos.