María Teresa Hincapié
Life as a perfomance. Miami
El trabajo curatorial de Francine Birbragher en la exhibición In body and Soul: The Performance Art of María Teresa Hincapié, en el Frost Art Museum demuestra hasta qué punto la obra de esta artista colombiana que tuvo una breve existencia (nació en Armenia en 1956 y murió en Bogotá en 2008) abrió una ruta indeleble para el performance en el continente: la fusión total entre la obra y la cotidianidad, transformada en un espacio sacralizado desde el cual no sólo construyó para sí un universo espiritual, sino lo dejó abierto para las generaciones venideras. La recuperación documental de sus trabajos es memoria de un tiempo en que el performance se construía desde la transición del espacio teatral y también, de los rastros vitales de una artista que llegó a hacer con las manos y en un entorno natural y ascético, como una Thoreau moderna una casa propia donde intentar una vida construida como un performance continuo.
Birbragher eligió, además de un grupo clave de registros fotográficos, dos videos documentales que acaban por plantear hasta qué punto los archivos visuales, que fueron medios de perpetuar lo efímero, constituyen hoy en sí mismos obras de arte contem- poráneo con un poder no sólo intacto sino renovado. El primero, Vitrina (1989), filmado en blanco y negro, rescata las ocho horas ininterrumpidas en las cuales Hincapié, vestida con delantal de aseadora, ejecutó ritualmente labores domésticas de limpieza en frente de los transeúntes, poco acostumbrados a “ver” realmente este tipo de acciones ordinarias. Al tiempo que las arrancaba del espacio habitual, las reproducía duplicando una jornada laboral y, paralelamente, usaba un labial para transformar el vidrio en un espejo sobre el cual dibujaba su cuerpo y dejaba mensajes que encarnaban a una mujer desdoblada en muchas: “Fría”, “casada”, “vacía”, “puta”, “azul”, “que vuela”. Cada frase, sólo conservada en el archivo visual, hecha para diluirse al cabo del performance, regresa infinitamente a partir de la recuperación documental y permite releer una semiótica ligada a lo femenino.
En el video que reconstruyó Una cosa es una cosa (1990), el acto de trasladar a un espacio público todos los objetos que conformaban su mundo, la casa habitada, para hacer una ins- talación que luego deconstruyó. Ambos momentos se muestran simultáneamente. La frontera de lo íntimo cotidiano se rompe para diseccionar la relación entre identidad y posesiones, pues la posibilidad de la obra está determinada por las pocas cosas que poseía. De otro modo, la instalación habría sido intermi- nable. Su distancia de los excesos y el paroxismo reflejada en la relación con las cosas y con el tiempo mismo- es un modo de invocar las reflexiones colectivas desde la historia personal presente en un instante absoluto.
El acto de cargar el cuerpo durante seis horas con alas de plumas que exigían la máxima resistencia para no desfallecer; o de tomarse un día entero en borrar con una lentísima camina- ta la palabra “dolor” escrita con tiza en el suelo; o ese construir imaginarios de paraíso con su cuerpo desposeído de cosas, pero inmerso en los elementos de la naturaleza; hablan de su exigente decisión de entregar en el instante del performance, todo. En un mundo de culto a la velocidad y de irrefrenable avidez material, María Teresa Hincapié reinstaura la lentitud, el desapego, el cuidado por el mundo habitado, sin otra herramienta que el cuerpo. De ahí la capacidad de conmover, de dejar una huella en el espectador que entonces oye una llamada que conecta la simple cotidianidad femenina con el curso de la humanidad; y su modo de hacer de su vida un performance continuado hasta el último límite, hasta el fin.