Matías Duville
MALBA, Buenos Aires
Como los antiguos pintores viajeros, Matías Duville (1974) relata sus indagaciones sobre el paisaje a través de medio centenar de dibujos, un video, un objeto y unas fotografías que se proyectan acompañadas por una banda sonora. La muestra se llama «Safari».
Alaska y Mar del Plata son destinos que se desdibujan en las obras. La tipicidad tiende a desaparecer en las fotos y a reaparecer en los dibujos, reducida a unos gestos firmes y esquemáticos. El artista rescata formas, ritmos, climas, sensaciones, sin llegar nunca a la abstracción, apegado a un ambiguo relato.
El énfasis incisivo de la línea, la potencia e identidad de los trazos, son características reconocibles. Duville tiene estilo.
Pero más allá del dominio del oficio y el despliegue de energía, hay cualidades que el artista nos descubre. Allí están las mareas con olas desencontradas, el movimiento de unos pastizales o la curva inesperada de una rama. Nada nuevo. Es el secreto los trigales ondulados y los cipreses retorcidos de Van Gogh. Se trata tan sólo de ver y subrayar peculiaridades.
Duville es intuitivo. Sobre el sentido de las fotografías, observa: “Quería imágenes en blanco y negro, me parecía que el sonido entraba mejor”, y agrega que su pulso y su oído funcionan a la par.
El curador de la muestra, Santiago García Navarro, advierte que las fotos acaban por parecerse a los dibujos, que la lente detecta en el paisaje elementos de la obra de Duville, y no a la inversa, como era dable esperar. Es decir, las fotografías de los pedregales, las montañas, los valles y las araucarias, se asemejan a los pedregales, las montañas, los valles y las araucarias, que desde hace años pinta el artista. Todo confluye en la exhibición. Hasta el aspecto primitivo de los rasgos del dibujo, coincide con la identidad áspera y retraída de Duville. Ni las líneas ni las palabras fluyen sueltas y ligeras, se construyen más bien con impulsos. “El relato surge solo, sin imagen previa”, dice el artista. En efecto, algo hay de la inspiración, intuición e irracionalidad romántica.
Los paisajes pintados con barro tienen la opacidad de la tierra siena calcinada. Hotel Palmera es un islote arrastrado por la inundación; su nombre, cargado de resonancias, contrasta con la imagen de la desolación: los restos frágiles de un edificio abandonado. La tragedia del mundo que se destruye, está compensada no obstante con la potencia del dibujo del artista, con su gesto poderoso de afirmación existencial.