NARCISO PLEBEYO: PABLO SUÁREZ EN EL MUSEO DE ARTE LATINOAMERICANO DE BUENOS AIRES
Narciso plebeyo es el título elegido para la exposición de Pablo Suárez (1937-2006) curada por Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA). De la parte hacia el todo, la figura mienta la instalación escultórica Narciso de Mataderos(1984-1985) y proyecta como clave para mirar el conjunto el retrato de una subjetividad, que en cada obra se imbrica con los pliegues de una historia social. En esos pliegues lo plebeyo aparece como programa de intervención en el sistema del arte y como torsión del canon artístico. El afecto biográfico de la exposición trasunta un trabajo de memoria colectiva llevado adelante por quienes lo conocieron y contribuyeron al espesor histórico de la muestra.
Entramos a esa vida después de una larga pared documental que caracteriza los escenarios que la obra de Suárez configuró en el arte argentino a lo largo de cuatro décadas que van de 1960 al 2000. Desde las primeras imágenes se reconoce el tono sencillista y mordaz que acerca su pintura a Molina Campos, Gramajo Gutiérrez y el último Berni. También desde el comienzo ese sustrato popular está implicado con una apropiación irónica de la alta tradición europea: en la iconografía, la visita paródica al tópico de Venus frente al espejo en Muñeca Brava (1964) es la primera de una constelación en la que entrarán cupido, el esfuerzo de Sísifo y una fauna reptiliana de resonancias bíblicas. Son también artilugios consagrados por la tradición el recurso al idioma simbólico de las plantas y la mise en abyme del ilusionismo, lograda mediante desdoblamientos en la representación. Es sobre este fondo veladamente erudito que se singularizan las operaciones locales del humor y el deseo: la obstinación en la práctica del oficio y las huellas de una historia cultural más cercana, incluso barrial.
La primera de las salas es un muestrario de cuerpos: prostitutas y secretarias se contorsionan para una mirada masculina que dirige la escena. Aunque rápidamente son los cuerpos varoniles los que toman toda la producción. La peripecia tuerce por igual la historia genérica del desnudo y los códigos humorísticos del grotesco: los de Suárez son cuerpos hechos con la proximidad de una mirada táctil. El discurso terso de la piel se interrumpe solamente donde lo puntúa el vello incipiente o lo perforan ojos de un Spilimbergo exaltado; el artesanado anatómico sigue el grosor variable del pellejo que cae de las clavículas o que se ensancha y termina sobre los glandes. La genitalidad insiste bajo espaldas manieristas o entre las piernas de un retrato en el que la profundidad se construye, como en un cuadro del Quatroccento, por sucesivos planos de color desleído. Suárez parece salvar al deseo de la censura con la risa amarga del artista que conoce y confía en las posibilidades de su lenguaje.
En la próxima sala la escala de las pinturas se reduce junto con la del espacio que las contiene. Un ambiente privado –galería o departamento de coleccionista— traslada al visitante al repliegue impuesto por la última dictadura. En esa atrocidad tranquila una botánica de contornos caseros que incluye malvones y lazos de amor proyecta sombras de color atemperadas por el gris y encripta mensajes sobre el horror. En el mismo entorno recoleto, la sala siguiente punza el ojo con viejos y nuevos realismos: mendrugos pintados y azulejos integrados al soporte pictórico. Lo siniestro interfiere las atmósferas silentes de los cuadros que recuerdan todavía a Fortunato Lacámera: la victoria radiofónica sobre la guerra de Malvinas se escenifica en una moderna vanitas, melancólica y cotidiana. Alrededor, cuerpos hechos de ausencia, abyección o agresividad contenida.
Tras el recinto cerrado el deseo se despliega entre la materia y la carne en un gran patio de esculturas: intensificación del lujo povera y variaciones sobre el tema del chongo; colas, machos y un cristo pero también fideos coloreados y resina mezclada con yerba. Los chongos ahora son puestos a trabajar: excavan, trepan, se fugan, con los ojos desesperados empujando la acción. En las obras de los años 90 una urgencia parece también hacer síntoma en la exasperación de la materia pictórica que se acelera y arrastra sobre el soporte. Esa desesperación aparece tematizada en el cuadro-objeto Exclusión (1999), donde el tren del neoliberalismo confina al chongo de Suárez a viajar en el estribo. La deglución del repertorio clásico se vuelve brillante en El perla, retrato de un taxy boy (1991/1992) cuerpo vulnerable, entre exangüe y distendido, que recuerda lejanamente la pose ociosa del Fauno Barberini. También en el Homenaje al cartonero (2005) encontramos la reescritura de un resto clásico por la historia social; se ofrece a la vista de espaldas y carcomido en los extremos por fibra de vidrio. La pieza resume la inteligencia plástica del artista para inscribir la historicidad con una entrega voraz a las posibilidades de los materiales. Con igual inteligencia el trabajo de los curadores repone las zonas de un espacio biográfico de perímetros netos pero porosos, que se deja afectar por la producción de artistas amigos y que encuentra en las formas del goce plástico la caja de resonancia para una historia plural.