Olivier Debroise

MUAC, Mexico

Por Fernando Carabajal | noviembre 24, 2011

El trabajo de Olivier Debroise, incluso sin ser exhibido, ejemplifica lo polivalente de la escritura, del ejecutante y del lector, y en el momento de mostrarse al público encadena y desencadena algo que no está por ningún lado señalado en la museografía ni en la historia; algo que tiene que ver más con el acto de abrir una nuez que con comérsela en distintas recetas. Coincide con el acto de escribir al respecto, porque lo que pueda decirse continúa esa inercia de flujos a donde público, escritor, reseñista, y demás, se adhieren. Un archivo es una caja de pesca. Un archivo abierto es la multiplicidad de sedales y anzuelos echados al mar. ¿Qué sería decir algo de ello, de su exhibición? Carnada, quizá.

Olivier Debroise

Esta experiencia museística obliga a transcurrir detrás de sus normas y solidifica la materia prima del imaginario del poli-céfalo creador. Por un lado, estamos ante el investigador que profesa el lenguaje de lo teatral (consciente de que tiempo es acción), e indaga una exterioridad que no es ajena a lo íntimo, cercano a la inmediatez de lo periodístico y sin extraviar las categorías del antropólogo. Por otro lado, estamos ante el impasible sibarita cuyo orden equidista del placer, y es a la vez, tangente al arte más politizado. El ensamblaje funciona como reflejo de un espíritu que transita con una propia capacidad de síntesis en esa superficie cronometrada por excelencia que es el cine: así se advierte en Un banquete en Tetlapayac (2000), meta-ficción del Que viva México, de S. Einsenstein (1930).

A través de sus libros de trabajo, Debroise cumple el papel de un puente sobre el abismo que suele existir entre lo oficial-histórico y lo trasgresor-ficcionario; hace de la pausa el sitio de convergencia que no puede eludir en el flujo de aconteceres de su producción-investigación, pero que se instaura en distintos formatos: cuadernos, registros fotográficos, entrevistas en video, páginas de periódico, fotografías recuperadas. Según John Berger “No hay fotografías que puedan ser negadas. Todas las fotografías poseen categoría de realidad”, y es precisamente su cualidad de cíclope que mira a su observador, la que detona sus vínculos. La imagen fotográfica es una in-definición posible entre miles, de un tiempo entre miles, cuya propiedad dialéctica ensamblará en un presente que ya se mueve hacia un lugar por igual indeterminado: el porvenir, reactivándola por su halo de certeza que la mantiene como un “enigma adorable, visible, sólido –pero intocable…”, como diría Octavio Paz. Miramos la doble moral en un trabajo documental: aquella que es, sin serlo, apariencia, y aquella que es, sin ser, aparición.

La totalidad de lo exhibido puede ser una calca del mapa original que Debroise caminó, pues si nos colocamos los audífonos y miramos el monitor con “Un banquete…” o escuchamos las palabras de Lola Álvarez Bravo comprenderemos, didácticamente, cierto esquema decidido a insertarse en la historiografía del Arte Mexicano. El archivo da cabida –y por tanto presencia, y resonancia– a los personajes que en su escenario determinaron las directrices de Debroise como escritor y como simple testigo de su propia existencia: ello se advierte en los ensayos sobre María Izquierdo, El espíritu rojo no ha muerto, y Abraham Ángel y su tiempo; mientras los libros Crónicas de destrucciones y Lo peor sucede al atardecer, abiertos sobre una mesa, funcionan también desde su carta astral – exhibida sobre un muro-, dando testimonio de algo que aún en la muerte quiere sobrevivir para contar, y que todos somos, acaso, propensos a morder.