Sebastian Spreng
Kelley Roy, Miami
Borges, habitante de las bibliotecas que ensancharon su imaginación hasta enseñarle la posibilidad del Aleph, que concentra en un mínimo diámetro todo cuanto ha sido, es y será, no se dejaba impresionar por la novedad. Comprendía además que cada creador hace una sola obra a lo largo de su vida, y que las variaciones no aniquilan su esencial unicidad.
En el caso de Sebastian Spreng, uno solo es el paisaje infinitamente representado: el interior de una imaginación poética que hace surgir ríos, mares, barcos envueltos en la bruma, difusas montañas y bosques, lunas y umbrales de arquitecturas que son vórtices espacio-temporales donde convergen los modos de creación.
Cada vez más concentrados en una dimensión pequeña, esos cuadros suyos que no refieren a un territorio exterior, sino a las ensoñaciones de “un pintor que sabe (mucho) de música”, nos abren pasadizos más recónditos hacia una iconografía poética modelada por su relación con este arte órfico. Juego y misterio o levedad y trascendencia pudieran ser los signos de su exhibición “Salad Bar” en la galería Kelley Roy, con una instalación de 240 pinturas de reducido formato, que pueden reorganizarse en diversas combinaciones.
De hecho, la clasificación se convierte en una operación a la cual incita la instalación. El observador puede notar leitmotifs, como la figura recurrente del árbol solitario en el horizonte que reaparece una y otra vez con un modo de reiteración que evoca el de las frases melódicas que acompañan la reaparición de personas o situaciones, tal como ocurre en las óperas wagnerianas. Y, a partir de esa lectura –ligada a la reorganización posible de la instalación- podrían crearse líneas con sucesivos cuadros de árboles cargados de un sentido arquetípico ligado a los mitos de todos los tiempos –la figura que conecta lo subterráneo y lo celeste-, pero que también son un modo de autorretrato. Spreng admite que el árbol que talla con lentos movimientos hundiendo un punzón en la pintura fresca es “un canto a la supervivencia del hombre y de mí mismo”.
El último árbol que pintó en esta serie abierta en la que sumó pájaros o flores sugeridos a la luz de sus ríos y mares o de solitarias fortalezas a campo abierto, se tituló –como la composición de Mahler- La canción de la tierra. Pero esta tierra es mucho más que naturaleza, es tierra mediada por el universo de los símbolos de las culturas, por la misma historia de las artes, y por la relación cognitiva de Spreng con éstas.
En términos de la contemplación del paisaje habría que remontarse a su admiración por el romántico Gaspar David Friedrich y seguir la línea hasta la luna que representara Gerhard Ritcher en sus monotipos de la serie Elba o el modo en que éste usa lo difuso para fundir medios y géneros artísticos. En Spreng lo que se borra es la diferencia entre realidad y ensoñación, y, más allá de las formas, intenta tocar –como la música misma- una pulsión de tiempo. Puede contenerlo en un políptico de cuatro fases de la luna con colores que son a su remiten a diversos universos culturales. También hay temporalidad –de un modo que se funde con sus exploraciones formales − en el paulatino ennegrecimiento de horizontes figurativos que alcanzan el negro o el blanco total, esos modos de silencio del mundo y de construcción pictórica. En ambos casos el proceso se consigue, como en Reinhardt, por la yuxtaposición de capas que contienen una memoria de color enterrada.
Un tríptico inspirado en el agua contenida en rectángulos –la piscina − es ahora una retícula de luz multiplicada: “No hay más nadador, no hay más agua, sólo una red que se forma en el fondo del agua bajo la luz”, dice Spreng. Tal vez sólo busca alcanzar en sus cuadros la pulsión del tiempo del mito, donde una y otra vez se representa la iniciación y la mediación simbólica con la vida.