Omar Carreño

Un Modelo para Armar

Por Carmen Victoria Méndez | noviembre 07, 2011

La capacidad de transformación presente en las obras de Omar Carreño revela, de entrada, el sueño utópico de todo artista: ser capaz de crear un nuevo orden para el mundo. Esa era la promesa del abstraccionismo en los años cincuenta y sesenta, cuando el venezolano y sus colegas cinéticos proponían dejar de representar paisajes y personajes para influir directamente sobre ellos, a través del arte integrado a la arquitectura, de piezas que se podían mover, tocar, voltear y rearmar como un Lego; e inclusive a través de los juegos de percepción visual que obligaban al espectador a involucrarse con la obra.

Omar Carreño

Ha transcurrido más de medio siglo, pero la promesa sigue vigente. Se deja descubrir en las diversas soluciones compositivas que Carreño emplea tanto sobre la tela como sobre el muro y el espacio en general. Las secuencias de planos se repiten sin aburrir, con la cuota necesaria de ritmo y, por supuesto de movimiento.

En sus inicios como pintor abstracto, Carreño era ordenadísimo en sus patrones compositivos; más adelante su obra se libera un poco de esa sensación de cálculo exacto y reticular para ceder a otras cadencias, aunque de ninguna manera el artista puede ser tildado de caótico en el manejo del espacio.

Al principio hablaba de la lucha que había que dar en el campo del arte. “Me refiero a una lucha de nuevas formas de vida y de arte contra las caducas formas del pasado. Allí donde existe pugna, o se llama a una compatibilidad, el arte carece de una corriente de vitalidad”, declaró a El Nacional en los sesenta.

Fiel a estos postulados, sólo muchos años después se atrevió a mostrar sus comienzos figurativos, que conformaron una muestra albergada por la galería Boggie en 1980; posteriormente los retomó en la exposición Todas las presencias, que tuvo lugar en la galería Durban Segnini de Caracas en 1989. Allí cultivó el arte de la representación, hasta llegar a su serie Veleros, pero siempre privilegiando los elementos de expresión plástica por sobre el cuento, o la anécdota. Donde el resto de la humanidad ve cosas –como barcos, por ejemplo– Carreño capta líneas, planos, contrastes.

“El tema, el objeto, pierde importancia. Importa más ordenar, componer. Yo sólo tomo del objeto lo esencial”, dijo en esa ocasión a El Nacional. Aunque pudo prescindir de la representatividad, como artista formado en la Escuela de Bellas Artes de Caracas no logró superar las consideraciones de los paisajistas en torno a la luz. Ésta, junto al color, siguió siendo para él un problema plástico, que abordó a través de la incorporación de luz artificial a sus creaciones, en el marco de una investigación desarrollada entre 1967 y 1978, cuya prueba de fuego fue la Bienal de Venecia de 1972. El artista fue seleccionado para representar al país con una serie de obras luminosas transformables que, juntas, daban forma a una gran mansión de tres ambientes.

Ya por aquel entonces Carreño había vivido en París. Allí realizó sus primeras obras transformables, cuyas bisagras permitían la manipulación por parte del espectador. El concepto mezclaba la noción del cuadro-objeto con la escultura. Estas obras, bautizadas como Polípticos, fueron expuestas por primera vez en 1953, en la Galería Arnaud, en la cual comenzó a sentar las bases del Expansionismo.

Carreño asoció su nombre a importantes grupos artísticos de la época, como Los Disidentes y el MADI del uruguayo Carmelo Arden Quin, pero pasará a la historia como el padre del Expansionismo, un movimiento vinculado al Constructivismo, con piezas transformables, que permiten expandir el rol del espectador, que pasa de ser un ente que se entrega a la contemplación pasiva para interactuar de manera cada vez más activa con la obra y abrir verdaderos caminos para la comunicación entre el artista y el público. Así lo definió Perán Erminy en ocasión de que la celebración de los 40 años del manifiesto del movimiento promovido por Carreño en 1967, con sus obras tridimensionales rearmables conformadas por cubos pintados de distintos colores en todas sus caras, que podían dar combinaciones cuasi infinitas.

La conmemoración consistió en una muestra en el Centro de Artes Omar Carreño de Porlamar, Isla de Margarita, titulada Expansionismo. Allí, una curaduría del propio Carreño y de Luis Miguel Molina reunió a los brasileños Jaildo Marinho y Gonçalo Ivo, al ecuatoriano Hernán Jara, al colombiano Jorge Jaramillo, al chileno Iván Contreras-Brunet y a los venezolanos Arturo Millán, Inés Silva, Luis Millè, Jesús Salvador Rodríguez, el ya citado Erminy, Nanín, Alirio Oramas, William Barbosa, Daniel Velásquez, Ángel Hernández, Luis Arnal, Octavio Herrera, Iván Rojas y, por supuesto, a Carreño. También participaran varios artistas europeos, como el húngaro István Ezsiás, los italianos Renato Milo, Saverio Cecere, Marta Pilone, el alemán Wolfgang Ulbrich y los franceses Nicole Guyhart, Ania Borzobohaty, Claude Bourguignon.

Mostrar el eco no que sigue teniendo este movimiento en el ámbito internacional ha sido probablemente uno de los hitos más recientes de Carreño, al igual que la exposición que por estos días le dedica la galería Henrique Faría Fine Art en Nueva York a su trabajo de los años cincuenta y sesenta.

En algunas de estas piezas, resalta el color en matiz neón, como protagonista, como elemento de expresión puro. En otras, se aprecian más los juegos de planos que sugieren otras dimensiones de tiempo y espacio.

Al contrastar ambas exposiciones, el espectador concluye que Carreño no sólo es un artista interesado en la ciencia y en los problemas estéticos y sociales de su época, es también un investigador de la luz, el espacio y el color, alguien que ha dedicado sus 84 años de vida a buscar la mejor manera de comunicarse con los muchos pares de ojos que han observado su trabajo en América y Europa.

Ficha biográfica

Omar Carreño nació en Porlamar el 7 de febrero de 1927. Cambió los atardeceres en la isla por los salones Escuela de Bellas Artes de Caracas, a la cual ingresó en 1948. Allí participa en varios salones con propuestas marcadamente figurativas. En 1949 comienza a visitar el Taller Libre de Arte, en el cual se topa de frente con el abstraccionismo y con su primer individual. Un año después viaja a París, Francia, lo que le permitió exponer en individuales y colectivas. A su regreso colabora con Carlos Raúl Villanueva en el proyecto de la Ciudad Universitaria. En 1972 representa a Venezuela en la Bienal de Venecia y gana el Premio Nacional de Artes Plásticas. Un año después gana el Salón Michelena. Tiene más de 50 individuales en su haber.