El premio Velázquez a Doris Salcedo
reconocimiento al arte que se opone al olvido y la barbarie
La entrega del premio Velázquez a la artista colombiana Doris Salcedo, confirma una vez más cómo su travesía -durante mucho tiempo silenciosa, concentrada en la creación, ajena a las parafernalias sociales que rodean el mundo del arte- la conviritó en “una de las artistas más importantes del mundo contemporáneo”, según el fallo del jurado, que leyó en ministra de Cultura de España, Ángeles González-Sinde. Más allá de esa importancia, asociada a su nombre, que se hizo globalmente conocido desde cuando abrió la inolvidable grieta de la Tate Modern de Londres, el significado que para ella tiene el premio, está asociado a una obsesión compartida con el maestro español que fue reconocido por su capacidad de transmitir pictóricamente “la sensación de la verdad”. Salcedo logra lo mismo, “con materiales muy humildes” según declaró en una entrevista con Nelson Fredy Padilla en la que reafirmó el hecho de que el tema de las víctimas de la violencia política, “invisibles, sin nombres, desaparecidas” son la fuente de una obra que ante todo busca “abrir espacios para el pensamiento” y ocupar con una poética, con una estética que se opone a los trabajos y los días de la violencia, los lugares que la barbarie se ha tomado. “El arte –afirmó- le hace contrapeso a la barbarie y a una realidad muy compleja”.
Ciertamente, esas instalaciones en las que se toma vastos espacios, intersticios, amontonando objetos como esculturas encontradas que a la vez son metáfora de cuerpos, alegorías formales de la tragedia anónima y masiva de las víctimas, funcionan como un recuento alterno de la historia. “Quiere decir –enfatizó en la citada entrevista- “que estamos contando la historia de los vencidos. La historia siempre la cuentan los triunfadores y aquí tenemos una perspectiva invertida: no tenemos ni arcos del triunfo, ni columnas de Nelson, ni obeliscos, tenemos ruinas de la guerra y de nuestra historia. Eso nos lleva a trabajar una obra que articule la historia de los derrotados, porque también somos capaces de pensar y de narrar nuestra historia”.
La grieta en la Tate Modern funciona, por ejempo, como una cicatriz abierta en un epicentro del arte contemporáneo: una memoria del espacio que ocupan los países del tercer mundo en medio de las naciones hegemónicas. No se le escapa que su podería se estableció mediante siglos de saqueo que financiaron la extensión de la modernidad. “La cicatriz siempre estuvo pero yo la evidencio y es imborrable”, declaró a Padilla en la entrevista publicada en El Espectador a raíz de la entrega del Premio Velázquez. Respecto a la permanencia de la grieta en el suelo de la Tate, metáfora y espejo del “espacio negativo que ocupamos los seres del tercer mundo”, habría que añadir que también está evoca cómo los artistas latinoamericanos, “educados bajo el canon de Occidente”, siguen, según Salcedo precisa, sin ser reconocidos plenamente como parte de éste, y se los ve aún “como el apéndice no deseado”.
En el transfondo de su obra alientan las advertencias que hiciera Walter Benjamín frente a la debacle, ese deseo de salvar lo salvable que está presente en la obra de Emmanuel Lévinas, el fervor por la poesía de Paul Celan, la mirada sobre la violencia de Goya, pero sobre todo, esa urgencia a la que se ha referido: “Mantenerse fiel aquí (en Colombia) a la experiencia de las víctimas. Mantener ese sentido de responsabilidad social”. Su manera de hacerlo, puede resumirse, según declaró a Padilla, en una palabra que no existe en español: “Memorials”. Hacer memoria, a través de la escultura, a través de las enormes intervenciones o instalaciones, para evocar “no héroes, ni triunfos”, sino todo lo contrario. “Para recordar a nuestros muertos”. Para hacer “nuestros” todos eso muertos anónimos cubiertos por los ríos de olvido que son tanto más anchos cuanto más antigua y vasta es la violencia.