Arturo Herrera
El objeto histórico del deseo
El año pasado propuse una lectura del trabajo de Arturo Herrera opuesta al giro psicoanalítico que marca la literatura sobre el artista, en especial su tendencia a fragmentar las siluetas de cartones animados para reinscribirlas en un tipo de abstracción tanto gestual como serializada. Aun cuando Herrera vincula su técnica con nociones como la “estructura”, la crítica supone que el cuerpo híbrido así obtenido responde a la lógica del deseo. La crítica podría ser acertada. Las “siluetas, contornos, formas elásticas” que Ingrid Schaffner ve en los collages sugieren una palpabilidad difusa y una «fuerza inconsciente», a veces agresiva, que pasa por los pedazos sinuosos de cuerpos extraídos de cuentos infantiles filmados. El recurso mismo a lo cinemático —incluso en la forma de cartones animados— llama a la curiosidad deseosa de la mirada atenta, rasgo ya observado en estudios sobre cine. En su conjunto, los collages tempranos del artista evocan lo que Fredric Jameson afirma del ver: “lo visual... tiene como fin la fascinación en rapto, absorta”. El ver está de por sí impregnado por el placer; sobre todo el mirar enfocado en una película, pues “las producciones fílmicas en general nos piden que ojeemos al mundo como si fuera un cuerpo desnudo”.1
Pero el deseo que infiltra el trato del artista con la cultura de masas no pertenece a nadie. La obra no es autobiográfica. Y la segmentación, su principio formativo, asegura que cualquier placer que contenga la mirada sea siempre negado, desplazado. El deseo no se articula en un objeto que identifique a un sujeto específico: permanece parcial, siempre expuesto a mayor segmentación y pérdida. Por otra parte, el instinto de tocar que allí se halla a menudo se vincula a fragmentos de cuerpos excluidos de lo deseable: patos, por ejemplo, o enanos. El deseo se adhiere entonces a una superficie que lo repele, aun si el instinto háptico recae sobre la consistencia viscosa de marcas abstractas. Esa tensión entre atracción y repulsión, la mecánica toda de proyección, desplazamiento y represión, se presta claramente a tratamiento psicoanalítico. Tales términos ayudarían, asimismo, a iluminar el interés de Herrera en la “ambigüedad” y permitir una visión mejor de la manera intrincada en que tanto deseo como sentido son invocados y reprimidos, a un mismo tiempo. El que optara por un método muy diferente responde a mi convicción de que la evaluación psicoanalítica aplanaría el trabajo si no considerara otro problema presentado por el artista: el tema de la “abstracción tardía”; la validez de la dicción visual abstracta en este siglo que se inicia.
La obra de Herrera exige entonces considerar la historia de la forma abstracta. Y esa historia es política, tanto como formal, en la medida que la abstracción del siglo veinte —sobre todo sus variantes estadounidenses de post-guerra— reclamó un lugar suyo fuera del dominio de lo popular y el consumo acrítico de productos fácilmente asimilables. A pesar de ello, en vez de leer la abstracción impura de Herrera como posible gesto posmoderno de complacencia, me concentré sobre lo que considero un elemento crítico: la tensión entre la espectadora privatizada que la abstracción asume, espectadora forzada a forjar por su cuenta conexiones que le permitan leer la opacidad del plano abstracto, y la escala pública de los murales del artista. Esa escala invoca otro aspecto de lo abstracto —sobre todo sus variantes europeas de preguerra— que hacen de su historia misma un campo tenso. Apareciendo al mismo tiempo que las masas se consolidaron como fuerza política, la abstracción buscó también liberar la respuesta subjetiva a la forma para crear un discurso alternativo con resonancia pública. De allí sus contradicciones: el “deseo” —humanista y político, pero no menos contaminado por “instintos” sublimados— de convertir nuevos modos de la experiencia en una fuerza crítica.
Ese otro deseo cedió luego de ambas guerras mundiales. Fue invalidado por el colapso de tradiciones humanísticas bajo el peso expansivo de la cultura masiva, o reprimido por estados autoritarios. Correspondería al artista post-humanista recurrir a estrategias de desublimación o atrincherarse dentro de los límites de la “autonomía” estética. La fuerza de la propuesta de Herrera está en mezclar ambas estrategias en la creación de una abstracción desublimada, cuando no abyecta, que redime el deseo inicial de lo abstracto por su legibilidad mediante la apropiación del otro histórico de la abstracción. Porque Herrera, al combinar la lectura fácil de cartones animados con la opacidad crítica del arte no figurativo, diseña la condición de lo que no es ni legible ni abstracto, condición que le permite reconsiderar el modernismo desde una posición transformadora. La capacidad de esa estrategia para reconstruir el dato histórico es confirmada por un trabajo reciente cuya plana extensión negra fue proyectada y pintada sobre un edificio de la capital alemana. A pesar de que Pintura Mural para Berlín haya podido verse como una versión distendida del énfasis de la pintura modernista en sus condiciones materiales —la planitud, por ejemplo, como corroboración del soporte pictórico— el trabajo se sustenta sobre una serie de eventos históricos: el edificio se levanta en el distrito donde Hitler se dirigió por primera vez a una audiencia masiva y un colectivo comenzó a aglutinarse en torno al discurso nazi, el discurso que suprimió como rasgo “degenerado” el rechazo de la abstracción a participar en el adoctrinamiento de las masas.
De allí lo incisivo del mural: la obra confronta la historia mientras que se retira hacia el monocromo, extremo de la búsqueda del arte abstracto por una autonomía discursiva. Es entonces a través del silencio visual que la obra se abre a significados que podrían ser compartidos por una audiencia colectiva y nos mueve a reconsiderar la noción de un modernismo contestatario. Pero también Lomo, una de las piezas de fieltro expuestas en fecha reciente, niega lo que se asumiría del monocromo como paradigma modernista. Sólo que aquí ese efecto es logrado, de nuevo, a través del fragmento, el corte de cuerpo que ahora parece flotar como una presencia parcialmente invocada. La forma sinuosa sobre la piel de fieltro y la tactilidad que ello induce refuerza la impresión de que la pieza no es un plano clausurado, sino un campo denso sobre el cual se enfoca el ojo con la curiosidad intensa, se diría, del deseo. La espectadora puede entonces retornar al psicoanálisis y comparar otra vez el efecto del trabajo con el de un “objeto parcial”: fragmento que incita el deseo por una totalidad fundamentalmente negada. Al retornar, esa espectadora no invalida la lectura de la obra en términos históricos. La complica; fuerza aún más su tensión entre legibilidad y abstracción; la expone a un acercamiento más complejo —para un posible texto futuro— de acuerdo al cual el deseo, y el objeto parcial, están también impregnados por la historia.
Perfil :
Arturo Herrera nació en 1959 en Caracas, Venezuela. Vive y trabaja en Berlín. La obra de Herrera, rica en significados asociativos y referencias persistentes, entreteje elementos del modernismo, el expresionismo abstracto, el surrealismo y el lenguaje visual de la cultura popular. El conjunto de su obra multifacética incluye fotografías, collages, esculturas en madera pintada, piezas de fieltro recortado y pinturas murales de gran formato. Herrera ha realizado muestras individuales y exposiciones integradas a proyectos en Ikon Gallery, Birmingham, Reino Unido; Kettle's Yard, Cambridge, Reino Unido; The Art Institute of Chicago, IL; The Aldridge Contemporary Art Museum, Ridgefield, CT; daadgalerie, Berlín; Museo Whitney de Arte Americano, Nueva York; CGAC, Santiago de Compostela, España; Dia Center for the Arts, NY; Galería de Arte de Ontario; ICA Philadelphia; The UCLA Hammer Museum, MoMA, NY; y The Renaissance Society de la Universidad de Chicago. Ha recibido becas de la Fundación Guggenheim, la Fundación Pollock-Krasner, ArtPace San Antonio, la Fundación Louis Comfort Tiffany y el DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico), Berlín.