Félix González-Torres
El arte ilimitado
En la muestra de Félix González Torres, que exhibe en estos días el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, el arte se fusiona con la vida. La condición perdurable del arte y la esencia transitoria de la vida atraviesan la obra del artista nacido en Cuba en 1957, residente en Nueva York desde finales de la década del 70, y muerto de sida en Miami a principios de 1996. La exposición ́Somewhere / Nowhere. Algún lugar/Ningún lugar ́ relata la historia de un artista que supo usufructuar los recursos del conceptualismo y la austeridad formal del minimalismo, con la intención de crear una obra perenne e inagotable, cuya producción continúa después de su muerte. Curada por Sonia Becce, es la primera muestra individual de González Torres en la Argentina, y la realización de las obras estuvo a cargo del Malba que respetó las claras y precisas instrucciones dejadas por el autor.
La belleza de un cortinado de cuentas color blanco abre la exhibición. Se trata de Untitled (Chemo). Sin título (Quimio), una obra compuesta por las perlas que el artista ensartaba, una a una, como símbolos del recuento de los glóbulos blancos que con la enfermedad se escapaban. Al ingresar a una inmensa sala del Malba se divisa un radiante rectángulo de plata que brilla sobre el suelo como un espejismo. El resplandor proviene de un manto de caramelos envueltos en papel metalizado que el espectador puede comer o llevarse. González Torres contaba sin tapujos que la intención que perseguía su obra era socavar el sistema del mercado del arte: “Quería presentar una exposición que desapareciera completamente, también que fuera una amenaza al mercado del arte, y para ser enteramente honesto, fue una forma de ser generoso”. En primer término, entonces, la desaparición de la obra lleva al extremo el fundamento primordial del conceptualismo: el predominio de la función y la idea inspiradora sobre la materia que la constituye.
Luego, los caramelos configuran una obra que se desmaterializa literalmente en la boca –algo que además obstaculiza la posibilidad de comercializarla–, y que finalmente acaba propiciando una “dulce” y activa relación con el espectador. “Necesito al espectador, necesito la interacción –expresaba el artista–. Sin el público estas obras no son nada, nada. Pido a la gente que me ayude, que asuma la responsabilidad, que se vuelva parte de mi trabajo”. El trabajo en cuestión se llama Untitled (Placebo). Sin título (Placebo), y su descripción reza: “caramelos envueltos en celofán plateado, abastecimiento ilimitado, peso ideal 454- 544 kilos”. Si, por un lado, la mención exacta del “peso ideal” dispara una significación enigmática, por otro lado, el término –“placebo”– induce a pensar tanto en la condición engañosa que esconde el caramelo, como en el carácter inocuo e inocente de una dulce ofrenda.
Sucede que el sentido de la obra de Gonzáles Torres permite dobles, triples, múltiples lecturas, que se abren como un abanico a las más diversas interpretaciones. Desde las dos pilas de láminas blancas, que el espectador también puede llevarse, y que ostentan las inscripciones “Somewhere better than this place” y “Nowhere better than this place” (“Algún lugar es mejor que éste” y “Ningún lugar es mejor que éste”), se instala la duda como método. Y la duda funciona a la vez como un dispositivo que estimula la imaginación del espectador.
De este modo, al minimalismo (material, perceptible) de las pilas de láminas dispuestas como cubos en el piso, se contrapone el maximalismo (inmaterial, filosófico) del contenido. Una de estas obras, un gran rectángulo de papel rojo con el borde negro, Untitled (NRA). Sin título (NRA), sigla de la National Rifle Association, encierra una crítica a la institución que permite la portación de armas en EE.UU. El mensaje político no podría ser más claro; su plasmación objetual, por el contrario, no podría ser más económica. La acentúa apenas una simple correspondencia cromática: el rojo como color de la sangre, la banda negra como símbolo de la muerte.
Por lo demás, estas pilas ilimitadas de láminas, que crecen en la misma medida que disminuyen, atacan el mecanismo de la gráfica de edición limitada cuyo precio se sostiene en base a la exclusividad. Alguien objetó, en esa línea, que un coleccionista puede comprar toda una pila y sugerir a sus invitados que se lleven algunas láminas. Sin embargo, González Torres ha respondido agudamente a este cuestionamiento acerca de su inserción en el sistema: “Sería muy lógico y natural que yo figure operando en espacios alternativos, pero es mucho más amenazador que gente como yo esté en el sistema del mercado”. Con intención subversiva, para “alterar el sistema de distribución a través de una práctica artística”, el artista operó desde el corazón mismo de la institución Arte, y no eludió el uso de sus propias herramientas. “Todas las piezas son indestructibles porque pueden ser duplicadas indefinidamente. Me encanta la idea de ser un infiltrado”, sostenía González Torres. Y con cada lámina que se va, con cada caramelo o cada chupetín, la circulación de la obra se alimenta, pero ahora en un nuevo espacio que excluye la intervención del mercado.
Al ver a los espectadores que se llevan alegremente las láminas o los caramelos de una serie sin fin, podría augurarse la pérdida del “aura”, esa sensación de lejanía que la obra de arte es capaz de transmitir por cercana que se encuentre. Pero la gratuidad y la producción seriada no alcanzan a alterar esta magia aurática. Los espectadores se adueñan de una parte de la obra, y es una parte que se presiente e incluso se entiende como muy importante. La posesión es en sí gratificante, pero hay detrás un incomparable soporte conceptual y sentimental que jerarquiza estas reproducciones. La obra transmite el deseo de arribar a la lejanía donde reside el aura, y el deseo pareciera ser el vehículo que conduce a ese territorio.
“La idea de hacer obras que fueran infinitas se me impuso en un momento en el que estaba perdiendo a alguien muy importante para mí”, cuenta el artista. La cercanía de la muerte –primero la de su pareja, luego la suya propia– sobrevuela toda la muestra. La caducidad de la vida está planteada en el enorme cartel que domina la sala mayor, en un pájaro extraño que surca un cielo borrascoso; está en las láminas que reproducen una oscura marea y en su difuso horizonte, y está, también, en el cartel que se exhibe en la terraza del Malba, y que en 1992 fue instalado en las calles de Manhattan. Con la superlativa elocuencia de los anuncios publicitarios, el cartel muestra una cama deshecha cuyas almohadas guardan aún las huellas de quienes durmieron allí. Realizada luego de la muerte de su pareja, esta exhibición pública de la mayor intimidad fue instalada junto a otros carteles –siempre respetando las indicaciones dejadas por el artista– en diversos puntos de Buenos Aires, para acompañar la muestra. Pero, más allá del carácter político de la obra (ya que se trata de una respuesta incisiva a la legislación de EE.UU., que hasta 1986 permitía la intromisión de la policía en una vivienda habitada por homosexuales), y más allá de brindarle carácter público a una imagen privada y a un doloroso sentimiento de ausencia, esa cama remite al concepto shakesperiano de que el hombre está hecho de la misma materia del sueño y de que su vida acaba en un sueño. La vida, la muerte y el amor son los temas dominantes de la muestra. Y otro es el tiempo.
Hay dos relojes sincronizados a la misma hora que, por el simple efecto del desgaste de las baterías en algún momento dejarán de marchar al la par, donde el tema del tiempo cobra una dimensión filosófica. Untitled (Perfect Lovers), Sin título (Amantes perfectos) -así se llama la obra– contradice el mensaje de que nuestra materia es el sueño (que es el del cartel y también el de Hamlet), para plantear muy borgianamente que nuestra verdadera sustancia es el tiempo. ¿Qué propósito perseguía el artista con estas contradicciones evidentes y reiteradas? ¿Intentaba acaso torcer el destino? Se supone que al negar la existencia de algo, ese algo no puede morir. Pero la respuesta debe buscarse en las obras.
El espectador puede ingresar a un breve diario íntimo de González Torres, a los nostálgicos rompecabezas que incluyen una foto de su infancia, el fragmento de una carta de amor, la imagen de dos siluetas que se recortan sobre el paisaje, intimidades, al fin, que en sus manos cobraron la forma de un juego supremo. La obra Untitled (Summer). Sin título (Verano), contribuye a acentuar el clima melancólico, con las bombitas de luz dispuestas en un cable como una lánguida guirnalda que cuelga del techo; lo mismo ocurre en Untitled (Loverboy). Sin título (Joven amante), con la poética levedad de unas cortinas celestes que cubren amorosamente las ventanas.
Hay una poderosa fuerza emotiva gravitando en las cosas. Entretanto, la belleza es un plus que ostentan las obras. Pero una belleza no reñida con la complejidad conceptual y entendida, a la manera de Stendhal, como una promesa de felicidad. Felicidad, que, a menudo, la obra de González Torres reclama con desesperación. Tal vez el equilibrio entre el rigor minimalista y la sensibilidad sabiamente controlada resultara frágil o, por el contrario, sólo con un gesto desafiante se pueda quebrar. Lo cierto es que de repente ese equilibrio se rompe con la sensual performance de un bailarín de Go- Go que contonea rítmicamente su cuerpo moreno, apenas cubierto con un slip, sobre una plataforma luminosa. La piel oscura, los movimientos, el fulgor de la provocación reflejan algo que se acerca al erotismo. Y es algo que parece venir a dejar en claro de qué hablamos cuando nos referimos a un cubano en Nueva York, a un latinoamericano homosexual, enfermo de sida y marxista.
“Por sobre todas las cosas –dijo el artista– se trata de dejar una marca de que yo existí, de que yo estuve aquí. Tuve esperanza y tuve una razón, por eso hice obras de arte”.
(*)Crítica de arte, editora de “Ámbito de las Artes”.
Profile:
Félix González Torres, una figura insoslayable de las décadas de los 80 y los 90, alcanzó la máxima consagración. El pasado año representó a EE.UU. en la 52a Bienal de Venecia. En Nueva York, la ciudad donde vivió, le dedicaron exposiciones como la retrospectiva del Guggenheim (1995) –que se exhibió también en el Museo de Arte Moderno de París–, la del MoMA o la individual de la Bienal del Whitney.