José Antonio Hernández-Diez
Serpientes y rolineras. De la disonancia a la disociación.
Con Demuéstranos qué es la premura, propuesta que se exhibe desde el 28 de septiembre en la Galería Estrany-De la Mota de Barcelona, España, José Antonio Hernández-Diez configura una sistémica de engranajes y calibraciones, pero también de códigos y funciones que, con toda precisión y con la mayor efectividad, no integra a ese todo que expresan.
Tal paradoja, posible en el entrecruzamiento entre las formas de un objeto tan vago pero mecánicamente tan complejo como la rolinera —rodamientos o rulemanes— con la grave silueta de la serpiente de la mitología más universal, que, esta vez, Hernández-Diez muestra en series tanto de dibujos como de esculturas/instalaciones que transitan desde el paralelo; resulta extrañamente familiar, inesperadamente compatible con algunas frecuencias cerebrales y ciertos territorios sociales, al menos, de esta actualidad.
No es en la yuxtaposición de adversos, integrados en el mismo lugar a través de la agencia material de la obra, tampoco es en el trasversal de un códice oculto que ordenaría el discurso en un pretexto por hallar; tipos de correspondencia que podrían caracterizar piezas anteriores de Hernández-Diez como Sagrado corazón activo (1991) o Arroz con mango (1997); en el último trabajo que presenta el artista, el sentido se encuentra, si se quiere, en el espacio, en la enorme distancia que existe entre los elementos y la obra.
En ese espacio, en la lejanía y la sospecha perenne de sus componentes, hay un particular relato: la agonía de un ordenamiento, de una jerarquía y un destino que sólo es mecanismo. Una fuga así, tal ausencia, sólo puede desplazarse en el pensamiento a través de la intuición y del miedo. Hernández-Diez demuestra su chamanística al construir perímetros cuya profundidad y alcance no pueden provenir ni ser contenidos por la palabra.
Resulta particularmente llamativo que esta suerte de Ghost in the shell atrapado en un grupo de imágenes, no hable de una cultura particular, tampoco de una generación o de un individuo específicos, sino más bien de un conjunto de signos y grafías que permutan y se desplazan precisamente obviando la identidad y la singularidad de su origen; como pueden representar la serie de dibujos de altísimo detalle que imbrican en el papel a las cavidades de una rolinera con iglesias anodinas o, asimismo, a víboras coloridas que al devorarse se convierten en esculturas de bicicletas. Parece ser que, en perspectiva, esa misma curva describe al trabajo de este autor radicado en la capital catalana. Desde el contexto de unos conflictos suscritos al pie de las fronteras políticas, tecnológicas o religiosas, un marco que también puede hablar de un mundo que acaso pisamos, ha virado paulatinamente — ¿los kants y marxs (2002) hechos con logos de zapatos no van en la misma vía?— a prefigurar un cosmos en el que los conflictos suelen presentarse más bien en la repetición y en la disolución de las diferencias; en la muerte no sólo de lo sacro sino de lo secreto y que, probablemente, también digan de una era signada por la estandarización de métodos y formas, la aceleración, la interconectividad y el movimiento de personas, contenidos, dinero e imágenes que a menudo se identifican con el proceso de globalización.
Las ruedas, el mensaje
Hernández-Diez explica que los rodamientos, aquel intrincado aparataje compuesto de aceites y pequeñas bolas, que hace posible el rodar moderno tanto para patines como para vehículos lunares, son en sí una ciencia apasionante, puesto que las combinaciones entre aceites y bolas pueden repercutir en diferentes niveles de rendimiento o durabilidad, aceleración o potencia, y que, en sí mismo, son arte de concebir y escoger aquella proporción que pueda brindar una armonía perfecta entre las partes.
Habla de cómo también en esa sociedad de viscosidades se halla una microfísica de las relaciones interpersonales de hoy. Mientras tanto, veo al artista sumergido en el aceite, rodando dentro de una gran maquinaria, cuyas dimensiones no sólo desconocemos sino que ni imaginamos —después de la rolinera: la rueda, los ejes, la tabla, arriba el skater—, convertido en una bolita, aislada de la fricción, y con el contacto mínimo con ese resto que se traslada y muta sin aparente relación.
Más allá, las serpientes
En determinado plano, el espacio común, más que el símbolo, es lo que efectivamente hace posible el conjunto. Es cierta lectura, igual, la que encontró una metáfora ahí, en el tipo de sociedad, de relación y de orden que se gesta en la composición y no en los correlatos que pueden surgir las mixturas de mitologías a partir de su recombinación.
Si existe, pues, una posibilidad de entrever un sentido alterno, entre la semántica milenaria de la serpiente y la perfección autista de las formas que surgen de la religión tecnológica del siglo XXI, la obvié. Entre otras cosas, porque comparto la ciudad de tránsito de Hernández-Diez: Barcelona y, de alguna manera, hemos explorado las ruinas de la civilización que dio paso a un tiempo de discursos idéntica, predecible y eficientemente indiferentes. En las células durmientes, en los universos paralelos. Siempre me pareció que Hernández-Diez cultivó una disonancia conceptual cuya mayor virtud era, y sigue siendo, la incongruencia cognitiva que irrumpe en el espectador ante la mezcla insólita de las cargadas iconografías de su dominio artístico y la necesidad de encontrar referentes inmediatos. Nada más representativo de ello que las patinetas hechas de piel frita de cerdo, que luego en video son devoradas por una jauría de perros en La hermandad (1994).
En la chamánica intuición del artista, en su capacidad de mimetizarse, si es posible, con el espíritu de los tiempos y hablar de ellos, encarnando otras voces, se prefigura la ruptura.
Desde la Universidad Autónoma de Barcelona y, en el contexto de un doctorado en Psicología social, las intuiciones también me han llevado a intentar contar los procesos de globalización desde su ámbito situado, es decir la calle, y no desde la virtualidad. Con tal fin, a partir del diagnóstico clínico de Fuga disociativa, un trastorno psiquiátrico que identificado con el somnambulismo, la múltiple personalidad o la amnesia y que, en pocas palabras se refiere a dos o más procesos mentales o contenidos no asociados o integrados1, surgió la idea de las Disociedades: grupos de prácticas y mecanismos, no de individuos, como pueden ser el turismo, el uso de drogas o el terrorismo. Una dimensionalidad de la existencia, de este capitalismo tardío que nos piensa y puebla en múltiples personalidades, lagunas y geografías.
En fin, que en aquello de dos procesos no integrados en una entidad, Demuéstranos qué es la premura enuncia un teatro de la disociación y, por qué no, otra de las formas disocietales que abundan por estos perímetros, por estos días.
Después, más allá de las patinetas, ahí, esperará la serpiente astuta y violeta.