MATEO LÓPEZ: OBRA A LA DERIVA DEL CONTINENTE
En la obra de Mateo López el dibujo y sus proyecciones tridimensionales son equivalentes a la mano que tantea el mundo extendiéndo se en líneas sobre el espacio con una lúdica que evoca el mito de la Caverna de Platón. El artista pone a prueba lo real: captura la inestabilidad de toda visión o duplica las cosas existentes con piezas que son ficciones, copias simuladas del objeto que construye con afectiva minuciosidad.
El resultado es un arte en incesante “deriva” –como el título de su libro de artista- que se aventura al riesgo para buscar el anverso y el reverso de límites y posibilidades de su “laboratorio de formas”, a menudo desdobladas. Cada pieza es un tanteo concebido como obra abierta y “expuesta”: el artista tiene concien- cia de la doble acepción del término, en cuan- to exhibido a la mirada y vulnerable a ésta. Sus trabajos suelen funcionar como rastros de una exploración incesante, a veces como residuos de lo entrevisto o como pruebas de la exploración en proceso y son en cierto modo fragmentos conte- nedores del todo, bitácoras en gestación de un trabajo que es tanto meta-arte, como diario personal.
De hecho, en su particular relación con los objetos hay una consciencia de que las cosas narran historias, y a la vez el placer de contemplar (la escopofilia) ese paso de lo imaginado a lo construido que el dibujo permite.
La experiencia de la infancia de haber vivido numerosas mudanzas en donde las cosas se reacomodaban en el espacio y parecían adquirir nuevas formas, está unida a su exploración de la transformación de los objetos. Los recrea y reubica en el papel o en los lugares de sus instalaciones como indicios de anécdotas, y como rastro vital. El suyo es un arte-reflejo de sus propias estrategias y del mundo habitado. Obra sin formas finales. Sin un lugar definitivo donde instalarse. Y en ese trabajo es clave su sonrisa. El carácter abierto de sus piezas las conecta al azar que a su vez incorpora narrando iconográficamente cada encuen- tro exploratorio como un modo de indicar que la obra real está más allá.
Invitado por la galería KBK a realizar una exhibición individual en el D.F., Mateo López pasó del cálculo de la cantidad de habitantes en una de las urbes más pobladas del planeta al de la cantidad de pares de zapatos y de ahí surgió la situación simulada de un zapatero que viajaba a Ciudad de México para trabajar. Esa ficción, por supuesto conectada también a la legendaria caja de zapatos vacía exhibida por Gabriel Orozco en Venecia y a las caminatas de Francis Alÿs por el caos urbano, fue la matriz de su exhibición. Transformó la caja de zapatos en la misma habitación del zapatero donde había un mundo de objetos de papel: desde las herramientas de trabajo, hasta los zapatos fabricados. Un espacio especular donde el personaje era el artista desdoblado y las piezas duplicaciones que contenían la sonrisa de Mateo López.
En ArtBo 2009, “volteó” literalmente el espacio del stand de una galería en una feria. En el lugar habitualmente oculto al público estaba “la obra”, con el plan de instrucciones coger un guante y darle la vuelta, mientras los rastros del montaje (una caja de puntillas ficticia, entre otros objetos) aparecían expuestos. La instalación in situ contenía una mordaz lúdica sobre las ferias. Su escepticismo sobre el objeto artístico le permite una levedad no cínica ni desesperanzada que recuerda a las propuestas de Calvino. En sus simulaciones, en los juegos del derecho y el revés, o en su modo de combinar el espacio exterior y el espacio mental, hay una continua invitación para que el espectador se adentre en lo íntimo, como algo inseparable de las “costuras” del arte y la realidad. En la galería Casas Riegner de Bogotá instaló una copia de su taller no sólo con sus mesas, materiales de trabajo, dibujos en proceso, sino trasladándose él mismo para armar allí, expuesto al público, la exhibición durante el mes asignado. En lugar de transformar la casa familiar en la obra, como Kurt Schwitters con su Merzbau, alteró el espacio de la galería transformándolo en taller espejo en el que trasgredió la atmósfera solitaria de la creación para revelarla. Además de la derivación de la Boîte-en-valise de Duchamp consistente ya no en reproducir toda la obra y hacerla portátil, sino en hacer transportable el estudio había algo de “performance” en la acción. No sólo era la obra dentro de la obra, sino el artista de cuerpo presente en ésta y expuesto hasta un límite, más que físico, mental.
El día de la inauguración sólo estaba el dibujo de la invitación enmarcado en una sala. Y en un espacio intervenido con un muro artificial, se encontraba el artista trabajando. El espectador recorría salas vacías y al asomarse a ese cuarto no sabía si era parte de las oficinas de la galería. “Los curiosos iban hallando dibujos, objetos y cuando descubrían que eran ficticios todo el espacio se hacía relativo”, evoca Mateo para quien es clave no sólo conectar al observador con las anécdotas que contiene cada dibujo o mostrarle los proce- sos del arte, sino “ese desprendimiento de la idea sacra del objeto artístico enmarcado, empotrado, protegido”.
Reglas de papel, tijeras de cartón, no sólo juegan con la copia de un modelo, sino con la consciencia de lo perecedero. Además, remiten a los inadvertidos rituales de intimidad que hay en la relación con los objetos. Reflejan incluso un modo de nostalgia que se destila en la sonrisa. Si se asemejan al gesto con que Edward Hopper reproducía los cuadros que había vendido, no menos cierto es que involucran cierta confesa incredulidad hacia el objeto artístico referida al mercado.
Las derivas de Mateo López incluyen su trabajo Diario de Motocicleta, un desplazamiento entre cuatro ciudades colombianas de dos meses de duración que hizo manejando la moto que usa desde los 15 años. La incorporó al espacio de exhibición junto con fragmentos del “diario” iconográfico de la travesía los objetos recolectados, las fotos de registro, los dibujos hechos sobre la marcha que expuso en un encuentro artístico en Medellín y en la galería Jenny Vilà Arte Contemporáneo de Cali. El estudio portátil, transportable era ahora la maleta de viaje con sus cuadernos y la moto que hizo operar a espacios museísticos o de exhibición como parqueaderos transitorios. El proyecto itinerante culminó en Casas Riegner en una mesa horizontal muy larga, donde objetos como un canasto o una piedra de ocho kilos constituían tanto el mapa de una travesía personal como una suerte de topografía de las zonas recorridas. Esa obra fue el antecedente de sus transcursos sobre los ferrocarriles de Colombia que habiendo sido grandes obras de ingeniería no funcionan hace décadas. Las estaciones abandonadas, detenidas en el tiempo, se convirtieron en espacios metafóricos sobre un proyecto de modernización olvidado. Mateo López usó la beca CIFO 2008 para empezar a desarrollar una etapa de Viaje sin movimiento. Recorrió la línea del ferrocarril de Occidente recolectando información, haciendo entrevistas, fotos, incluso maquetas de estaciones. Otros recorridos fragmentarios, como los expuestos en la colectiva de Jumex, The Traveling Show, se han convertido en un modo de rescate de la memoria donde lo documental gráfico y oral se incorpora a los objetos ficticios y deposita en lo pequeño la duplicación de una cosa, el apunte de una caminata, el fragmento de una canción escuchada la posibilidad de conjurar el deterioro del tiempo, el viento que barre los rastros, las grandes historias. Conmueve el poder insospechado de la bitácora en construcción, sin fin, de un artista a la deriva frente a las paradojas del tiempo contemporáneo en América Latina.