Marcelo Pombo
Zabaleta Lab. Buenos Aires
En busca de nuevas imágenes, Marcelo Pombo llegó hasta “Lo profundo del mar” título que lleva su muestra, y de allí provienen las obras que exhibe en la galería Zavaleta Lab. La exposición comienza en la vidriera, con una pintura anónima de fines del siglo XIX: una elegante fragata que surca los mares y nos invita a imaginar el viaje del artista. Al ingresar a la sala aparecen las maravillas que encontró Pombo durante su travesía: los arabescos que dibuja la espuma cuando se encrespan las olas azules, las enruladas medusas color turquesa y las joyas que halló sumergidas en lo hondo: unas brillantes piedras preciosas que exceden la superficie de los cuadros y ruedan sobre el piso.
La génesis de la producción minuciosa de Pombo, cuya técnica es la ya célebre y artesanal “gota sobre gota” de pintura, hay que rastrearla muy atrás en el tiempo, en los libros iluminados de la Edad Media. Al igual que esos monjes que, en los siglos presuntamente oscuros que van desde la caída del Imperio Romano al Renacimiento, supieron preservar en gloriosas miniaturas las semillas del arte y el conocimiento, nuestro artista nos regala en estos días el milagro de una nueva floración. Así, como esas páginas densamente cubiertas de imágenes de los libros iluminados, que revelan su magia al espectador cuando se aproxima a mirarlas, la gracia de las pinturas de Pombo se acrecienta al acercarse, al ver los detalles que esconden los torbellinos de formas flotantes. Si se mira con mucho detenimiento el esplendor de esos mares, el trabajo manual adquiere una distinción espe- cial, seduce con su magnificencia.
Pombo es una figura ineludible del grupo que en la década del 90 surgió del Centro Cultural Rojas, con un arte lúdico e hipoté- ticamente ajeno al contexto sociopolítico. Desde los tiempos en que trabajaba como profesor de manualidades en una escuela para niños diferenciados de San Francisco Solano, se convirtió en un creador de ilusiones, capaz de imaginar universos de maravilla y de forjarlos con materiales precarios. Su “Navidad en San Francisco Solano” (unos envases de jabón y lavandina sobre los que cae dulcemente la nieve), o los cartones de jugo Cepita engalanados con cotillón, le dieron una inesperada vuelta de tuerca al arte Pop: incorporaron la ternura que había estado ausente hasta entonces y que faltaba en las heladas cajas de Brillo y en las latas de sopa Campbell.
Este plus afectivo, este inefable capital sentimental, aparecía en los objetos pobretones de Pombo, adoptaba la forma caprichosa de un chispazo de brillantina o de unas guirnaldas floridas, llegaba como un regalo inesperado que aportaba su dosis de dulzura al estricto rigor de la vida cotidiana.
Hoy, las obras lucen como nunca antes, llegan para embellecer el mundo, para renovar las célebres palabras de Stendhal, quien aseguraba que “lo bello no es sino la promesa de la felicidad”. Pombo trabaja con la galería Christopher Grimes de Santa Mónica, pero ahora, finalmente, ha vuelto a Buenos Aires con su espíritu festivo, su afán ornamental, su barroquismo excesivo y arrastrando, sin embargo, el trasfondo melancólico que lo torna inconfundible.