María José Arjona

El cuerpo como eje sacro del mundo

Por Adriana Herrera Téllez | junio 21, 2010

André Leroi-Gourhan, especialista en arte rupestre, señalaba que “el hecho humano por excelencia no es quizá tanto la creación de herramientas, sino la domesticación del tiempo y el espacio, es decir, la creación de un tiempo y un espacio humanos.”1 María José Arjona una de las artistas de performances más fuertes del continente, razón por la que fue escogida para la arriesgada propuesta de Marina Abramovi en el Museum of Modern Art de Nueva York de entregar sus performances legendarios a una nueva generación de artistas, actores y bailarines que los reactivan hace de su propio cuerpo un axis mundi. Es decir, un centro del mundo que, siguiendo la definición de Mircea Eliade, es “un lugar sagrado sobre todas las cosas” y desde el cual realiza ceremonias de domesticación del tiempo y del espacio.

Untitled / Sin título. From The Thite Series (Long Durational performance), 2008. Galería Alcuadrado. Courtesy of The artist and/ Cortesía del artista Galería Alcuadrado. Photo by/Foto: Beatriz Vargas

En ese territorio axial, desde el inicio de sus performances ocurre un combate —un juego total por su intensidad y concentración— entre la presencia de la muerte, larvada en la semilla del tiempo humano, y la reafirmación de la vida, experimentada desde el espacio del cuerpo que va desalojando el miedo. Al activar el re- performance Nude with Skeleton de Abramovic (2005/2010), tiene conciencia de esa relación erótica con la muerte: “Esa compañera que respira adentro tuyo y se sienta donde tú te sientas, y te toca todo el tiempo, esa presencia que permea todo y que requiere de tu propia vida para poder seguir ahí, en medio de la fuga de una cotidianidad que continuamente se abre a lo infinito”, dice. Su intento de parar el tiempo en los performances propios es paralelo a la respiración rítmica y lenta con la que infunde vida al esqueleto de un desconocido.

En su performance Lineamentun (2009) realizado en una cervecería abandonada —espacio-tiempo que refería al fracaso del modernismo en Colombia— inundó de agua el piso para convertirlo en un espejo del cielo del silo, empotró una silla a diez metros de altura y, vestida con un overol de los antiguos obreros, se subió en ésta para oficiar un ritual de gestos y sonidos capaces de crear un espacio sacralizado y transformar la dimensión temporal. Durante seis horas frotaba un cuenco tibetano en un interminable movimiento circular para producir un sonido reverberante. La mano trazaba no sólo un túnel resonante, sino un túnel de tiempo: la producción, antes muerta, se reactivaba ahora a través del arte. Su cuerpo conectaba el abajo y el arriba en el silo redivivo.

Arjona estructura sus performances con una enorme poética, pero con rigurosos elementos racionales y una disciplina que transfiere austeridad y contención, aún a los trabajos rituales en los que hay un simbólico derramamiento de sangre. Si de hecho enfrenta los límites de la resistencia corporal, a diferencia de predecesoras como Gina Pane no inflige nunca heridas ni escenifica en su piel las devastaciones. Renueva el poder de la vida.

En su historia, tras prepararse para ser bailarina durante una década sufrió un abrupto accidente que la inmovilizó año y medio y truncó su carrera. La visión reveladora de La columna rota, de Frida Khalo, y el entrenamiento en la fuerza del gesto y de la lentitud del teatro Butoh, la condujeron a estudiar en la Escuela de Artes Plásticas de Bogotá, Colombia, aunque jamás había dibujado. Su larga ruta de sanación personal fue desde la intuitiva elección de extender al suelo las líneas del papel —en el que se movía con torpeza—, dejándose guiar sólo por el instinto físico; hasta la revelación de que si había perdido la danza podría a cambio desdoblarse infinitamente. Aprendió a construirse “miles de cuerpos para extenderse al mundo” a partir del performance y a rebasar lo individual para desencadenar un proceso de expresión social.

En Arjona la memoria del dolor –experimentado en el espacio del cuerpo— es una instancia dinámica que acaba por extraer un potencial inesperado de lo más vulnerable. Las fuerzas de la destrucción y de la renovación que interpreta se enmarcan en distintas formas de una circularidad que remite a lo universal y a lo atemporal: su cuerpo, atento a “liberarse de la singularidad, de esos modos de identidad atados a estereotipos específicos”, como género o nacionalidad, es el centro de un microcosmos que nos permite asomarnos a lo atávico humano, a la relación inmemorial de las violencias (físicas, emocionales o sociales) pero también a las fuerzas sanadoras. Personales y colectivas.

Durante su proceso formador académico usó las vendas, los objetos que había guardado desde la cirugía posterior al accidente, para confrontar su propia frustración corporal y su herida mental. Deshizo y recosió la sábana manchada de sangre dejándole las agujas como hilos fronterizos de un mapa del dolor que parecía flotar sobre un tapete de puntillas encontradas en las calles de la zona marginal que rodeaba la escuela de artes en Bogotá. Esa instalación clave, realizada en un tiempo de incierta violencia social, antecedió su performance de graduación Alimento, que fue el rito iniciático de sacralización del cuerpo en el que viajó por la memoria con vigías como Joseph Beuys y Abramovi , hasta la era inmemorial en donde la diferencia entre la animalidad y la humanidad estaba marcada por las herramientas y por el arte, y cazó un chigüiro con arco y flecha en los Llanos Orientales. Compartió su carne y conservó su sangre. En una casa usada para refrigerar reses cubrió las paredes con una pulgada de grasa protectora, instaló una cortina con tenedores colgados de seda dental que tintineaban y, en medio del espacio impoluto —siempre ha buscado el cubo blanco para equilibrar la intensidad con el vacío— se desnudó, se dejó anudar las manos, caminó ofreciendo a cada espectador el latido de su corazón, “para que sintiera que la entrega era de un animal vivo” y luego se bañó, gota a gota, con la sangre del animal cazado. Un único sacrificio ritual en un entorno donde “las muertes eran tantas y tan innecesarias”, evoca.

Desde ese performance de retorno ha habido otros en los que corrompe el blanco con la sangre y realiza ritos de memoria y sanación social universales. En uno de los cinco performances de The White Series –cuyo título alude a una instancia de silencio, de liberación de la atadura del lenguaje al contexto específico— estalló contra la pared una y otra vez burbujas de jabón teñidas de rojo en un mecanismo de repetición incesante –clave para disolver el tiempo— hasta provocar la imagen metafórica de una masacre que podía estar sucediendo en ese instante en otro lugar, con otros cuerpos. En el siguiente performance ejecutaba la operación contraria después de tatuarse en la nuca el texto que lo titulaba: Remember to remember. El blanqueamiento, la sanación de esa vasta metáfora de la violencia social, ocurría a medida que cubría la pared con una tiza blanca y escribía una y otra vez esa frase, consciente de que la catarsis del horror pasa por la memoria del lenguaje. Así, uniendo la palabra a la construcción del cuerpo axial sanaba un microcosmos, espejo del mundo violentado. En otro performance de la misma serie, Karaoke, evocaba la sensación que de niña le producía escuchar una canción de Edith Piaf cuyas palabras no entendía –“Non, je ne regrette rien”-, pero que aprendió por repetición cantando hasta quedarse sin voz. Los espectadores leían la letra en francés y sumaban sus voces a esa ceremonia que ella presidía con el traje manchado de rojo y tiza blanca, pero cubierto con un tul. Desencadenaba así el éxtasis de los ritos colectivos con un cuerpo múltiple, capaz de envolver “todos los significados, todas las palabras, todos los posibles lenguajes”.

Esa dialéctica de lo sólido y lo frágil, de lo duradero y lo que pasa, es una constante en su trabajo que contiene un canto a la firme delicadeza requerida para transitar la existencia. Y un modo de erotismo en la medida en que la experiencia del performance que posee la pureza del tiempo presente, y que ritualiza el espacio, reunifica al cuerpo con la vida.

1 André Leroi-Gourhan. El gesto y la palabra. Publicaciones de la Universidad Central de Venezuela, Caracas. (1980) 2 Chigüiro: capibara (TN) 3 Llanos Orientales: Eastern Plains

Perfil:

María José Arjona es una artista de performance colombiana. Estudió en la Escuela Superior de Artes de Bogotá. En 2010, como preparación para su participación en los re-performances de Marina Abramovic, realizó con ella el taller Cleaning the House. En 2009, fue artista en residencia en el Robert Wilson ́s Watermill Arts Center y presentó el performance Guardián Solar, en el festival artístico Perfomagia del Museo Universitario del Chopo, Juarez, Ciudad de México. Además de los performances presentados en galerías de Miami como The White Series, en Gallery Diet; Messenger, en Fedric Snitzer Gallery, The Absent Puppetter, en Bernice Steinbaum Gallery; Time, en Damien-B Contemporary Art Center; ha realizado numerosos performances en museos e instituciones. Entre éstos, Alimento (1999, Festival Nacional de Performance de Cali, Colombia- 2000, Salón de Arte Joven- ASAB, de Bogotá), 365 días (2001) en el Museo de Arte Contemporáneo de Santa Martha (Colombia), Vivo (2004) en el Museo del Barrio, de Nueva York; Body over Water (2005), en The Ballroom Marfa, Texas, EE UU, y Crow-Condor Project (2002), en el Festival de Arte de Performance en el Museo de Arte Contemporáneo La Tertulia, de Cali, Colombia.