Teresa Margolles
OPERATIVO
Bajo el título Operativo, Teresa Margolles presentó su primera exposición individual en Nueva York desarrollada en dos muestras consecutivas en Y Gallery, y comisariada por Cecilia Jurado. Nacida en Culiacán (1963), México, tras graduarse en Medicina Forense y Ciencias de la Comunicación en la Universidad Nacional de México, Teresa Margolles fundó en 1990 el Colectivo SEMEFO (Servicio Médico Forense) junto con Arturo Ángulo Gallardo, Juan Luis García Zavaleta y Carlos López Orozco. Desde este momento adoptó la morgue como su taller de trabajo, considerando a ésta casi como laboratorio sociológico de Ciudad de México. El grupo comenzó como una banda de Death Metal Rock, y posteriormente se dieron a conocer interviniendo en el espacio público con sus performances, vídeos y todo tipo de instalaciones. En el caso de Margolles, siempre se mantuvo entre bastidores y evitó la aparición directa, dejando a otras personas y objetos como interlocutores de su obra. Posteriormente continuó su carrera como artista independiente, tomando los restos humanos, la muerte, la violencia, los transplantes de órganos y los entierros como punto de partida de su trabajo, aunque siempre despojado de cualquier sentido macabro. En la obra de Margolles la aproximación estética y el tratamiento del cuerpo nunca se pueden desligar de las implicaciones socio-culturales.
El hecho de que la primera individual se haya realizado en un lugar tan representativo como Y Gallery, aporta una dosis más de consistencia al trabajo de la artista, si tenemos en cuenta que la galería está estratégicamente situada en una zona de Jackson Heights, en el distrito neoyorquino de Queens, donde predomina la población latinoamericana, y que la idea es crear un nexo entre ésta y Estados Unidos, e inspirar un dejo de conciencia político- social en la sociedad americana.
En la primera muestra de la artista, a modo de presagio, una serie de vinilos en la ventana recogen fragmentos de periódicos que relatan sucesos de asesinatos cometidos por traficantes de droga en la ciudad natal de la artista, una realidad que está creciendo a una velocidad alarmante por todo el país. Uno de ellos dice así: Faltan cuatro días para completar el mes de mayo y el número de homicidios intencionados es el más alto en décadas. Ha habido 106 asesinatos en Sinaloa. (...) La mayoría de los casos han ocurrido en la capital del estado y por disparos. Periódico “El Debate” (Culiacán, Sinaloa – México), 28 de Mayo, 2008.
Tan pronto nos adentramos en la moqueta de color gris pálido con la que se cubrió el suelo de la galería, una inscripción resalta en la pared: PARA QUIENES NO LA CREEN HIJOS DE PUTA. La cartela lateral nos informa que se trata del mensaje encontrado junto al cuerpo sin vida de un aparecido en Culiacán, y parece ser que este modo de marcar los cuerpos de las víctimas se ha convertido en una práctica común entre narcotraficantes de la zona. Con este trabajo nos habla de la inmunidad y falta de sensibilidad en que ha desembocado la dura realidad de grandes metrópolis como México, donde la violencia y el crimen son hechos tan cotidianos que las víctimas pierden su carácter humano y se desvirtúan, convirtiéndose en una cifra más, un número de un archivo, o un párrafo de un periódico local. Margolles trabaja solamente con estas víctimas de identidad desconocida que han sufrido una muerte violenta, y las ennoblece, rescatándolas del anonimato.
La segunda parte de esta mise en scène se presenta apriorísticamente más relajada y contenida. En este caso al entrar en la galería nos encontramos con un lienzo que a primera vista podría enlazar con el más puro informalismo europeo, la pintura matérica o el expresionismo abstracto de posguerra. De nuevo, como es habitual en la obra de Margolles, la impresión del espectador cambia al aproximarse a la cartela informativa. Tras leer el título, Pintura de Sangre, se confirma lo sospechado: las pinturas están realizadas a partir del acto de sumergir el lienzo directamente en un charco de sangre producido por un ajuste de cuentas en una esquina de Culiacán. La artista tiene buenos contactos y sumergió la tela en la sangre aún caliente, cuando los sucesos acababan de ocurrir. La obra cobra ahora una dimensión mucho más dramática, que si enlazaba de algún modo con el informalismo de Alberto Burri, éste es llevado al límite. Burri comenzó a realizar sus pinturas tras su paso como médico por un campo de prisioneros durante la segunda guerra mundial. De ahí sus implicaciones de sangre, las arpilleras rotas, que él mismo utilizaba a modo de vendajes, el papel quemado y el desgarro de su pintura. Margolles lleva este dolor al extremo sustituyendo la pintura sanguinolenta por la sangre misma de la víctima, conjugando lo conceptual y lo estético de una manera asombrosa. La alfombra gris pálido, que en la primera parte parecía no rebasar lo anecdótico, se convierte aquí en un elemento clave, a modo de segundo lienzo, recogiendo parte de la sangre coagulada que va cayendo de las pinturas a medida que se va secando. Las obras fueron deliberadamente enrolladas cuando ésta estaba aún húmeda, para provocar este efecto en el momento de su instalación. Alejada de cualquier tipo de convencionalismo ético tradicional, la carrera artística de Margolles se ha ido purificando, dejando atrás la literalidad matérica característica de sus primeros trabajos, en los que mostraba el cuerpo de una manera mucho más directa, para ir dando paso a una paulatina rigurosidad formal y potenciando el contenido metafórico. Su obra ha sido en ocasiones relacionada con las prácticas performativas de adherentes al accionismo vienés como Herman Nitsch, Otto Muehl, Schwarzkogler y Gunter Brus, que pretendían acercarse a los tabúes sexuales y atacar las convenciones de la sociedad vienesa. A pesar de mi permanente fascinación por el teatro de los misterios orgiásticos del colectivo vienés, el único paralelismo real que encuentro entre ambos es la plasticidad con que utilizan la sangre y lo visceral, en una conversión quasi-shamánica. A pesar de que ambos utilicen el cuerpo como elemento central de sus obras, la aproximación a éste toma caminos totalmente divergentes y es de carácter egocéntrico en el caso de los vieneses; el dogmatismo romántico, la perversidad apolítica, la exaltación de la violencia y el contenido sexual de los vieneses están ausentes en la obra de Margolles. La obra de ésta última deja de lado la teatralidad y el espectáculo, para cobrar un sentido mucho más didáctico, una dimensión social, sobrepasando cualquier tipo de dicotomía ética/estética.
Teresa Margolles puntualiza cómo ni siquiera la muerte tiene el poder de nivelar las desigualdades sociales. Aquí, de nuevo, las víctimas se ennoblecen y son transformadas en pintura, otorgándoseles el ceremonial que nunca tuvieron.
Las dos exposiciones nos ponen en contacto con otro factor clave en la obra de la artista: las huellas, los restos, la reliquia, el poder de lo que queda ahí. En el primer caso, potenciado por el hecho de que la inscripción se encuentra excavada en la pared; y en el segundo caso, formando la esencia de la propia obra. En medio de este pathos contenido, el papel del silencio también cobra una importancia fundamental. La imaginación del espectador le transporta a la experiencia de lo real, y ahí es donde reside su grandeza. En este sentido podríamos citar a Baudrillard: «La irrealidad moderna no es del orden de lo imaginario, es del orden del máximo de referencia, del máximo de verdad, del máximo de exactitud –consiste en hacerlo pasar por la evidencia absoluta de lo real»1. Ante la obra de Margolles uno se encuentra ante la inmediatez de los asesinatos, como si estuviese presenciando esa nota al lado de la víctima, o hubiese sido testigo del momento en que los lienzos se sumergen en el charco de sangre. De este modo la artista mexicana se corona como una maestra de la sugestión, enfrentando al público con la idea aterradora de la muerte, conjugando así un existencialismo perturbador con una alta dosis de crítica social. Margolles se presenta como agente agitador de la conciencia colectiva, como una alquimista de la muerte. Una obra que grita en silencio.