LA “BIENAL SIN PÚBLICO” (2020) EN SANTA CRUZ Y UN CAMINO DELINEADO (PARTE 1)

Por Jorge Luna Ortuño – Filósofo e investigador | julio 14, 2022

Si la Bienal de San Pablo en Brasil tuvo una vez lo que se llamó la “Bienal del vacío” (2008), podría decirse salvando las distancias que Santa Cruz de la Sierra experimentó involuntariamente la “Bienal sin público” (2020).

LA “BIENAL SIN PÚBLICO” (2020) EN SANTA CRUZ Y UN CAMINO DELINEADO (PARTE 1)

La Bienal sin público

La XXI Bienal Internacional de Arte de Santa Cruz, Lo Público: Fuera de cubo blanco (2019-2020), fue con creces la más dramática desde el punto de vista de su gestión y realización. En medio se le cruzaron el cambio de gobierno por la renuncia de un Presidente del Estado y una pandemia global. La curaduría a cargo de Kiosko Galería la planteó como un desborde de las salas expositivas tradicionales hacia la calle, de modo que las obras seleccionadas generaran un diálogo con la ciudad y resignificaran la experiencia de los espacios intervenidos. Sin embargo, fue la misma bienal la que resultó resignificada por un evento exterior, nos referimos a la llegada del COVID–19 a Bolivia, tan sólo una semana después de que culminaran los actos de inauguración en marzo del 2020. Esta involuntaria resignificación convirtió a la XXI Bienal de Arte dedicada a “lo público” en algo más cercano a la “Bienal sin público”; en términos conceptuales podría especularse que este giro era incluso más vanguardista que la llamada “Bienal del vacío” en Brasil curada por Ivo Mezquita.

Repasando lo ocurrido abreviadamente, en marzo se decretó la cuarentena rígida a nivel nacional; la idea de pasearla a la ciudad se convirtió en una fantasía. Las obras premiadas, emplazadas en espacios públicos, se habían delimitado al interior del Casco Viejo hasta bordear el primer anillo. Era una bienal ideal para el ciudadano de a pie, premisa que perdió su sentido una vez que la calle fue clausurada. Afortunadamente, en abril comenzaron a permitirse salidas semanales matutinas según número de carnet, para proveerse en los mercados y supermercados. La vida toda parecía aquellos días intervenida por una fuerza insólita que superaba cualquier intervención simbólica vanguardista. En una de esas salidas visité el centro de la ciudad para habilitar operaciones de banca móvil. El ingreso de los bancos estaba custodiado por funcionarios que parecían astronautas, envueltos en aparatosos trajes blancos de bioseguridad; cada usuario debía pasar por una especie de fumigado sanitario, haciéndole girar como a bailarina rusa en la entrada. Hoy en día aquello ya fue digerido, pero en esos días del año 2020 cabía preguntarse: ¿llegó ya el brumoso futuro de películas de ciencia ficción como Blade Runner?

A pesar de los días soleados, la vida en el centro de la ciudad era extraña, opaca, abundante en miramientos respecto de la distancia social. Bajo el barbijo, nervios a flor de piel. El otro era vivido como potencial amenaza. El arte como objeto exhibido pasó a tener escasa relevancia; del Viejo Mundo llegaron las primeras noticias del arte como entretenimiento en la reclusión en las casas. Este era grosso modo el marco del estado de ánimo colectivo antes de cruzarse con alguna de las obras en espacios público/privados que la XXI Bienal gestionó y emplazó con el financiamiento de la Alcaldía: 20.000 dólares para 10 obras: 7 de artistas bolivianos y 3 de extranjeros.

 

Bienal para leer la ciudad

La primera consideración de una bienal de arte es que se debe a la ciudad que la sostiene. Es decir, parafraseando al curador Justo Pastor Mellado (CHI), no hay bienal sin una ciudad que la soporte. Mellado enfatiza: “Debe entenderse a una bienal como parte de un plan de desarrollo local o regional, que involucra a la industria hotelera local, la gastronomía local, las empresas de embalaje, insumos fotográficos, inversión en nuevos medios, sin dejar de mencionar el efecto educativo en las poblaciones vulnerables del territorio, y pasando a tomar en serio la activación del mercado interno, así como la promoción del coleccionismo y la consolidación de un procedimiento de manufactura de imagen–país. Todo eso le podemos pedir a una bienal” [1]. A pesar de que todo ese complejo entramado se perdió el 2020 en la neblina de la pandemia, lo que no perdió la XXI Bienal fue la propiedad de ser dispositivo de lectura de la propia ciudad, es decir, no nos eximía de realizar lecturas, sino que nos forzó a leer el vaciamiento de los públicos en el espacio expositivo como fenómeno en sí.  

A media mañana del 28 de abril del 2020 me fui a pedalear por el Casco Viejo, deseando ver también las obras premiadas que estuvieran accesibles. Colgaba de la ciudad un cartel imaginario que rezaba “Fuera de servicio”. El Parque El Arenal yacía cerrado por disposición municipal. Detrás de las rejas que lo resguardan se divisaban dos de las obras de exteriores: el proyecto Yangareko en el Contenedor de un colectivo que había sido invitado, Arterias urbanas, y Tamborita del escultor Carlos Paz. Ahí estaban las obras incompletas, pues no existía experiencia artística, cabalmente porque su esencia consistía en ser dispositivos de subjetivación a partir de la relación que los visitantes del parque establecieran con ellas. Había obras, pero no existía la “conexión eléctrica” con el cuerpo presente, o el equivalente de lo que el investigador Jorge Dubatti denomina “convivio del acontecimiento teatral”. Más adentro, en el mismo parque, reposaba el icónico mural en relieve cerámico de Lorgio Vaca, junto a la laguna, aislado e impotente.

Luego fue el turno de la Plaza 24 de septiembre, envuelta en una capa de nostalgia, como si estuviera siendo filmada a través de una lente empañada. En el centro mismo resplandecía algo como un diamante, se trataba de una intervención al monumento del personaje histórico Warnes; la artista invitada Raquel Schwartz había colocado cuatro paneles de espejos, de 320 x 120 cm cada uno, para forrar el pedestal de aquel monumento, creando un efecto visual de transparencia en el centro de la plaza, multiplicando reflejos de árboles y de calle. Aquella mañana la miraba absorto un jovencito sentado en su bicicleta; con el barbijo colocado a medias, tenía la expresión de alguien que ha presenciado un hechizo. Conversamos brevemente a distancia, le di el nombre de la artista y volvió a sorprenderse cuando supo que la obra titulaba Somos. Comentó su deseo de estudiar arte en la universidad. Luego siguió su camino. Me quedó grabada la certeza de que los artistas no pueden resignificar los espacios por sí solos, pues la resignificación ocurre en la experiencia del espectador o no existe. Es decir, sólo se resignifica algo para alguien que ya tenía una significación previa de algo consigo.

[1] Justo Pastor Mellado, “La Bienal como dispositivo de aceleración informativa”.

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