PIEL (NOTAS SOBRE LA PINTURA DESAPARECIENDO)

Por Félix Suazo | septiembre 30, 2022

En los últimos años la pintura ha seguido su curso en permanente metamorfosis, adaptándose a los tiempos, reviviendo de sus anteriores muertes, despojándose de accesorios, desnudándose e incluso desapareciendo. Una parte de ese proceso se ha enfocado en los mecanismos de producción; la otra ha venida acompañada de una intensa reflexión que excede la pintura y medita sobre el estatuto de la imagen.

PIEL (NOTAS SOBRE LA PINTURA DESAPARECIENDO)

Más allá (o más acá) del bastidor, la tela, los pigmentos y el marco, la imagen prevalece; a veces de modo enfático, otras como la piel desprendida de esa arquitectura provisional que la sostenía y enmarcaba; que la obligaba a la tensión perenne, propia de su condición en cuanto falsa ventana en los aposentos del arte.

El problema de la imagen siempre ha sido el de hacer aparecer lo visible; no el de su modo de estar o de presentarse al mundo. De manera que esa condición objetual que la redujo al marco es algo transitorio que disimula una realidad cada vez más evidente: la pintura no es más que una capa flexible a la cual se adhiere una imagen, incluso cuando ésta parece ausente.

En 1958 el artista argentino Lucio Fontana (Rosario, 1899- Comabbio, 1968) inicia sus pinturas con tajos y perforaciones como parte de su doctrina espacialista. No utiliza pinceles sino instrumentos punzo cortantes para traspasar la superficie. No hay contornos sino incisiones. Al vulnerar la ventana ficticia del cuadro, aparece la única realidad que lo constituye y que deriva precisamente de ese vacío que emerge tras la piel rajada de la pintura. Esos cortes y orificios atraviesan la ilusoriedad del plano pictórico, mostrando el velo desgarrado de una realidad ficticia. En lugar de la falsa profundidad de las representaciones tradicionales, lo que hay es la impronta emergente de un gesto criminal; una cicatriz abierta en el cuerpo de la obra. 

En un gesto posterior, el brasileño Vik Muñiz (São Paulo, 1961) pone en cuestión la presunción de Fontana, al convertir el canvas rajado en una fotografía donde la profundidad del corte es suprimida. La operación de Muñiz nos devuelve a la superficie ilusoria que Fontana quería trascender, con lo cual pone entre comillas el modelo utópico que lo sustentaba. Si penetrar el plano significaba el abandono de los límites del cuadro, la fotografía restituye irónicamente la idea de la pintura como artificio. Todo queda en la superficie, como si todo esfuerzo por ir más allá de la visión convencional acabara convirtiéndose en el simulacro de una imposibilidad ¿No es ese acaso el destino fallido de la pintura moderna?

Otros intentos han reiterado esa verdad definitiva según la cual la pintura no es el "cuadro", sino el pellejo que se aferra a cualquier superficie física o que levita en el espacio inasible de una idea. Todo lo demás —marco, bastidor, pared— es accesorio, ornato, párergon; es decir, la periferia de un borde sin cuerpo.
Para Sam Gilliam (Mississippi, 1933- Washington, D.C, 2022) el marco de la pintura no es el que delimita el bastidor sino el espacio donde se ubica la obra. Sus drapes canvases, iniciados hacia 1965, se despliegan como pieles sin esqueleto. De esta manera Gilliam da un salto del soporte convencional de la pintura a las tres dimensiones, quedándose únicamente con la superficie; ese trozo de piel ingrávida que  flota en el espacio sin una estructura rígida que le ponga un límite. La tela suspendida, libre de tensión, conforma el cuerpo flexible de la obra. Su extensión es variable, caprichosa. Dócil a los pliegues de la tela, la pintura se amolda a la flacidez del soporte. Más que velo, es sudario; registro de la actividad del artista, documento de un ritual.

Otro ejemplo donde se advierte el  paulatino abandono de la objetualidad del cuadro y la progresiva liberación de la imagen es el caso del venezolano Eugenio Espinoza (San Juan de los Morros, 1950) con sus cuadrículas de los años setenta y los trabajos de "velamiento" de la serie Orla a mediados de los noventa, así como las pinturas sostenidas y "aluminadas" que facturó años más tarde. Todo allí ocurre en la superficie, ya sea en la trama ondulante de un lienzo o sobre la rígida textura del muro, donde la obra y el soporte son casi la misma cosa, quedando claro que lo que se suele reconocer como una pintura es solo una película aferrada a una superficie. Lo demás es prescindible.

En las propuestas comentadas, la tela está libre del bastidor, presentándose “naturalmente", asumiendo la blanda gravitación que su peso le permite. Y sobre ella, la imagen —transferida, pintada o dibujada— se acomoda con docilidad. Más aún, la imagen es allí un artilugio incorpóreo, su delgada materia es casi la misma que la de su vehículo temporal. 

Podríamos decir entonces que la pintura es solo la humilde facilitadora de la imagen, su discreta servidora, para que esta tenga un receptáculo donde agarrarse momentáneamente. Cierto que ese lapso de provisionalidad puede durar siglos como sucede con el presunto sudario que retiene el rostro de Cristo. Sin embargo, ese es un teorema que no ventilaremos aquí. Por el momento nos basta con saber que todo ese despojamiento, esa desnudez, obliga a repensar la pintura como soporte de una entidad sin cuerpo, siempre en tránsito hacia otra parte.

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